Gala no necesitaba ese café. Ni el pretexto, ni la reunión improvisada. Pero había algo en la invitación de Adrián —tan simple, tan “de negocios”— que la había hecho detenerse frente al espejo más de lo normal. Eligió un blazer negro, unos labios apenas más marcados que de costumbre, y el cabello recogido con esa soltura estudiada que parecía descuido, pero no lo era.
Mientras se ajustaba el reloj en la muñeca, pensó: ¿Por qué me importa?. No había respuesta clara, salvo una sensación eléctrica que le recorría la piel desde la mañana.
La cafetería estaba tibia, con el olor a grano recién molido y la música suave de fondo. Gala llegó antes, pidió un espresso doble y se sentó junto a la ventana. Desde ahí podía ver la calle, la gente apurada, los taxis frenando de golpe. Todo seguía igual en el mundo, pero ella estaba en otro pulso, uno más rápido, uno que parecía empujarla hacia un punto ciego.
Adrián entró unos minutos después. No necesitó buscarla: la vio al instante. Tenía esa forma de caminar que no necesitaba anunciarse, y aun así lo llenaba todo.
—Llegaste puntual —dijo, al acomodarse frente a ella.
—Odio esperar —respondió Gala, y sonrió con un filo apenas perceptible.
Pidieron dos cafés más, aunque no los necesitaban. Hablaron de lo obvio: un contacto que podría abrirles puertas, una estrategia que alguien más estaba manejando mal, un cliente que se estaba tambaleando. Era la superficie de la conversación, un intercambio correcto, casi frío. Pero debajo, el aire tenía otro espesor.
Adrián la escuchaba con atención, pero más que las palabras, miraba cómo Gala gesticulaba, cómo jugaba con la cuchara sin darse cuenta, cómo sus ojos brillaban cuando hablaba de lo que dominaba. Y ella, aunque intentaba concentrarse en los datos, era consciente de que su voz bajaba medio tono más de lo normal, como si algo en ella quisiera sonar íntimo.
Hubo silencios. No incómodos, sino demasiado densos. Momentos en los que el murmullo del café parecía desaparecer y solo quedaba la respiración de los dos, el golpeteo de una taza, el roce de una manga sobre la mesa.
El contacto llegó tarde, cuando Adrián extendió un documento. Gala estiró la mano al mismo tiempo. La piel contra piel, apenas un instante. Pero no hubo prisa en retirarla.
El tiempo se estiró. El roce fue un parpadeo largo, un segundo en el que ninguno dijo nada. Solo la electricidad en la piel, el pulso acelerado y la certeza de que ambos lo habían sentido.
Ella fue la primera en retirar la mano, con un gesto sereno. Se llevó la taza a los labios, aunque estaba vacía. Adrián se recargó en el respaldo de la silla, como si nada hubiera ocurrido. Pero algo sí había ocurrido.
Al salir, caminaron juntos hacia la esquina. Era la despedida de siempre: correcta, breve. Pero hubo un abrazo. Corto, formal en apariencia. Solo que la mano de Adrián en la espalda se demoró un instante más, y Gala se permitió corresponder con una presión ligera, casi imperceptible.
Ese segundo extra fue suficiente para abrir un abismo.
Cuando se separaron, la ciudad seguía ruidosa, la gente pasaba apurada, los autos pitaban. Todo era normal. Ellos también actuaron normales: un “nos vemos”, un gesto de la mano, pasos en direcciones opuestas.
Pero el cuerpo de Gala seguía ardiendo. Caminó varias cuadras con el eco de ese roce todavía en la piel, preguntándose cómo algo tan mínimo podía sentirse tan irreparable.
Adrián, por su parte, encendió un cigarro que no solía fumar y sonrió con la cabeza baja. Sabía que no habían hecho nada. Sabía también que ese “nada” ya lo cambiaba todo.
Esa noche, Gala se miró en el espejo antes de dormir. Se quitó el blazer, dejó el cabello suelto y pasó los dedos por su propia mano, como si pudiera revivir el contacto.
No era planeado. No era egoísmo frío. Era algo más humano, más visceral. Algo que había ocurrido sin que ninguno lo buscara de frente.
Cerró los ojos con un pensamiento que la inquietaba:
¿Cómo se apaga algo que todavía no empieza, pero ya quema?