El filo dorado de tus sueños

El peso de lo merecido

Adrián se acomodó en la cama por tercera vez esa noche. Mariana dormía a su lado, respirando con ese ritmo pausado que solo llegaba cuando se abandonaba por completo. Él, en cambio, tenía los ojos abiertos, clavados en el techo, como si buscara en las sombras una respuesta que no llegaba.

Era ridículo. Se dijo eso al menos diez veces: ridículo. Solo había sido un café, un roce accidental, un abrazo correcto. Nada. Nada que pudiera considerarse una amenaza real para su vida, para su matrimonio, para la imagen que había construido con tanto cuidado.

Y sin embargo, el cuerpo lo traicionaba. El recuerdo del instante en que la mano de Gala tocó la suya volvía una y otra vez, como un fuego que no se apagaba. No era el gesto en sí; era lo que había despertado. Esa corriente que lo había sacudido desde adentro, ese reconocimiento inmediato de estar frente a alguien que, sin decirlo, hablaba el mismo idioma que él.

Adrián cerró los ojos, exhaló con fuerza. Control, maldita sea. Siempre había sido su talento: controlar, dirigir, marcar el ritmo. Era lo que lo hacía respetado. Era lo que lo había llevado a donde estaba. No podía perderlo ahora, no por algo tan pequeño.

Pero lo pequeño era precisamente lo que lo quemaba. Gala no había hecho nada explícito. No lo había buscado. No lo había incitado. Eso lo hacía aún peor. Porque lo que había ocurrido estaba en la zona más peligrosa: la de lo no dicho, lo insinuado, lo imposible de negar porque no había pruebas, pero imposible de olvidar porque estaba tatuado en la piel.

Giró hacia el otro lado, miró la silueta de Mariana. La conocía. Sabía de su entrega, de su forma de sostener incluso cuando él era un huracán de ego. Ella lo había acompañado en momentos difíciles, había hecho de su vida algo sólido. Y aun así, la comparación se colaba en su cabeza sin permiso: ¿cuándo fue la última vez que la miró y sintió esa descarga? ¿Cuándo fue la última vez que el simple roce de su mano lo mantuvo despierto hasta la madrugada?

Se odiaba por pensarlo. No porque creyera en la pureza de sus actos —nunca fue un hombre ingenuo—, sino porque sabía lo mucho que valoraba su reputación. Su nombre. La manera en que lo miraban los demás. Lo último que podía permitirse era un error que lo hiciera ver débil, predecible, vulnerable.

Pero esa era la trampa: lo que lo mantenía despierto era, justamente, que con Gala no se había sentido fuerte. Se había sentido humano. Y esa sensación, tan peligrosa como excitante, lo carcomía desde adentro.

Se levantó, fue a la cocina y sirvió un vaso de agua. El reloj marcaba las tres de la madrugada. Encendió el teléfono solo para ver la pantalla vacía, sin mensajes. Una parte de él sintió alivio; otra, una punzada de decepción.

Pensó en escribir. Algo breve, inofensivo. “¿Llegaste bien?” o “Me dio gusto verte”. Pero el dedo se detuvo sobre el teclado. No. Él no era de los que perseguían. Él era el que hacía que lo buscaran. El que imponía el ritmo. El que no mostraba grietas.

Y sin embargo, la grieta estaba ahí. No en la pantalla, sino en el pecho. Una grieta que ardía, que lo hacía caminar de un lado a otro, que lo dejaba exhausto sin haber dicho una sola palabra.

Al volver a la cama, miró otra vez a Mariana. No se trataba de merecimientos, se dijo. Ella no merecía un desliz, una traición. Y él, ¿qué merecía? ¿Un capricho? ¿Una descarga? ¿La posibilidad de arruinar lo que había construido solo por un impulso?

Su lado racional gritaba que no. Que Gala era un peligro, que ese fuego había que extinguirlo de inmediato. Pero había algo más fuerte que la lógica: la certeza de que no había marcha atrás. Que ya se había encendido algo, aunque jurara que podía controlarlo.

Se quedó despierto hasta que la luz del amanecer se coló por las cortinas, con el rostro serio, con el orgullo intacto de no haber enviado un mensaje. Pero por dentro, ardía. Y lo sabía: ese incendio no iba a dejarlo dormir mucho más.




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