El filo dorado de tus sueños

El espejismo del control

La mañana lo encontró con un nudo en el estómago. Apenas había dormido tres horas, pero aun así se vistió con la precisión habitual: camisa impecable, corbata perfectamente alineada, zapatos que reflejaban la luz como espejos. El ritual era necesario. Si no podía controlar lo que pasaba por dentro, al menos controlaba lo que el mundo veía por fuera.

Al llegar a la oficina, el saludo de siempre: un par de manos estrechadas, sonrisas automáticas, comentarios sobre el tráfico. Adrián se movía con esa seguridad que los demás confundían con tranquilidad, cuando en realidad era una máscara bien ensayada. La reunión de las nueve comenzó puntual, con gráficas en la pantalla y un equipo atento a cada palabra.

—Necesitamos proyectar crecimiento en el tercer trimestre —dijo con voz firme—. No hay espacio para titubeos.

Las frases salían claras, como siempre. Pero detrás de cada palabra había un eco. ¿Cómo habría presentado Gala esta propuesta? Recordó su cadencia al hablar, ese modo de sostener una mirada sin pestañear hasta que el otro se rendía. Era inevitable imaginarla en esa sala, sentada justo donde ahora había un joven asistente torpe que no sabía ni ajustar bien la diapositiva.

La idea lo atravesó como un rayo: si siguiera trabajando aquí, si aún estuviera bajo mi dirección… La línea de pensamiento era peligrosa, lo sabía. Pero no pudo detenerla.

El resto de la mañana fue un vaivén entre concentración y fuga. Escuchaba a su equipo, respondía preguntas, pero cada tanto la mente se iba hacia ese “y si”.

“Si la trajera aquí, la tendría cerca. Podría moldear su ambición. Podría llevarla más alto de lo que imagina. Juntos, con mi visión y su fuego, seríamos imposibles de detener.”

Sacudió la cabeza en cuanto se dio cuenta de lo que pensaba. Era un delirio. No podía permitirse fantasear con algo así. Gala no era parte de su equipo desde hacía meses. Era un capítulo cerrado. O al menos, debía serlo.

Sin embargo, había algo de verdad en ese espejismo. Siempre supo que ella no era como los demás. No era de las que se conformaban con el rol que le daban. Y tal vez por eso la necesitaba tanto como temía tenerla cerca.

Durante el almuerzo, se obligó a hablar de cosas triviales con dos colegas. Sonrió en los momentos correctos, bromeó sobre el fútbol, levantó la ceja con la noticia de un nuevo competidor. Pero mientras partía un pedazo de pan, la imagen volvió: Gala inclinándose hacia adelante en una reunión, con esa mezcla de seguridad y desafío que desarmaba a cualquiera.

La pregunta volvió como un martillo: ¿y si siguiera bajo mi mando?

No era solo una cuestión de poder. Era algo más retorcido, más íntimo. Porque tenerla “bajo él” significaba control, significaba cercanía, significaba la posibilidad de probar dónde terminaba su ambición y dónde empezaba la de él.

“Podría haberla impulsado más, haberla hecho crecer. Nadie entiende como yo lo que ella busca.” Esa frase se repitió en su mente con un eco desagradable, porque al mismo tiempo sabía que no era altruismo. No quería impulsarla por ella. Quería impulsarla porque verla brillar lo alimentaba a él, lo reflejaba a él. Era puro ego.

Por la tarde, en su oficina, con la puerta cerrada, trató de avanzar en un informe. Pero cada número le devolvía el mismo vacío. Terminó levantándose, sirviéndose un whisky demasiado temprano, y apoyándose en el ventanal.

La ciudad estaba ahí, vibrante, llena de ruido. Pero él solo pensaba en ese segundo en la cafetería. Un roce mínimo que ahora parecía más real que todo lo demás.

¿Qué diablos me pasa? se preguntó, apretando la mandíbula. Esto no puede arrastrarme así.

Enumeró mentalmente sus logros: la reputación intocable, los contratos cerrados, los socios que lo respetaban. Era un hombre que no titubeaba. Un hombre al que nadie podía acusar de dejarse arrastrar por emociones estúpidas. Esa era su narrativa, la que lo definía.

Pero el espejismo lo seguía quemando. La posibilidad de tenerla cerca, de moldearla, de poseer no solo su cuerpo sino su fuego. Y el problema era que, en el fondo, sabía que Gala no era moldeable. Ella no se dejaba poseer. Por eso lo fascinaba tanto.

El resto del día transcurrió entre llamadas y correos, pero nada lo despejó. Cada interacción se sentía como ruido de fondo, una pantalla que apenas ocultaba lo que bullía debajo.

Al caer la tarde, ya agotado, se encontró imaginando algo que lo hizo estremecer: Gala entrando a su oficina, como antes, cerrando la puerta tras ella. La vio caminar, sentarse frente a él, dejarle sobre el escritorio un informe que apenas importaba. Lo imaginó inclinándose hacia adelante, preguntándole algo trivial. Y en esa fantasía, el roce volvía a repetirse, inevitable, siempre igual de eléctrico.

Sacudió la cabeza, frustrado. Era un hombre hecho de lógica y de control. No podía permitirse fantasías adolescentes. Y sin embargo, ahí estaba, atrapado en ellas.

Cuando al fin llegó a casa, ya entrada la noche, fingió normalidad. Habló con Mariana de un par de cosas domésticas, sonrió a medias, se dejó caer en el sofá. Pero incluso entonces, incluso con el murmullo de la televisión de fondo, la mente lo traicionaba.

¿Y si no hubiera aceptado este trabajo? ¿Y si la hubiera traido aqui a este mundo, bajo mi sombra, bajo mi mano?

La respuesta no importaba. Porque aunque intentara convencerse de que era solo un espejismo, algo en él sabía la verdad: esa chispa no se iba a apagar.

Y lo que más lo atormentaba no era haberlo sentido.
Era saber que, a pesar de todo su control, Gala ya había entrado en un lugar dentro de él que no sabía blindar.




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