El filo dorado de tus sueños

El espejo intacto

El sábado amaneció con un silencio apacible en la casa. Gala abrió los ojos lentamente, acostumbrándose a la luz que se filtraba entre las cortinas. Ernesto dormía aún, de costado, con el brazo extendido sobre la almohada como si buscara retenerla incluso en sueños. Ella lo observó unos segundos, casi con ternura. Había aprendido a leer en sus rasgos esa mezcla de calma y rutina que lo definía: un hombre sin grandes prisas, sin incendios por apagar, que encontraba satisfacción en lo que otros llamarían lo obvio.

Lo amaba. No había duda de eso. Ernesto no era un mal esposo. Al contrario: era correcto, presente, atento en la medida de sus formas. Nunca le había dado una razón para desconfiar. Con él la casa estaba en orden, las cuentas al día, las niñas en el centro de su vida. Y, a diferencia de muchas parejas que ella conocía, entre ellos la intimidad seguía funcionando. No era explosiva ni inesperada, pero sí constante, segura, hasta dulce en ocasiones.

Se giró para mirarlo mejor y sonrió. Qué irónico, pensó. A veces el único terreno donde Ernesto parecía menos lento era en la cama. No era un amante torpe. Sabía lo que hacía, y lo hacía con disciplina. Habían encontrado ahí un ritmo compartido, una especie de complicidad sin palabras. Y Gala no podía negar que había noches —y mañanas como aquella— en las que ese lazo físico era suficiente para hacerla sentir tranquila, contenida.

Las risas de las niñas irrumpieron desde el pasillo. Gala se levantó, se puso una bata ligera y salió a encontrarlas. Las dos estaban jugando con muñecas en la alfombra, inventando diálogos enredados que a veces terminaban en carcajadas desbordadas.

—¿Ya desayunaron? —preguntó, inclinándose a besarlas.

—Papá dijo que esperáramos —contestó la mayor.

Ese “papá” siempre venía cargado de una especie de certeza. Ernesto cumplía. Podía demorarse en tomar decisiones grandes, podía irritarla con su tendencia a lo seguro, pero jamás fallaba en lo básico: estar ahí para ellas. Eso le daba a Gala una tranquilidad que no podía ignorar. La casa funcionaba como un engranaje bien aceitado.

Mientras preparaba café en la cocina, se sorprendió a sí misma pensando en voz baja: ¿entonces qué falta?

La pregunta se quedó suspendida en el aire, como un eco que no necesitaba respuesta inmediata.

El resto del día transcurrió en escenas que, a cualquier otro, le parecerían envidiables. Salieron al parque los cuatro, Ernesto ayudó a las niñas con la bicicleta, Gala tomó fotos y las subió a su Instagram con subtítulos orgullosos. La familia perfecta enmarcada en un domingo cualquiera. Luego, de regreso en casa, cocinaron juntos una pasta sencilla, y Ernesto hizo un par de chistes que lograron sacarle carcajadas genuinas.

Y sin embargo, por debajo de esa capa de bienestar, había una corriente subterránea imposible de negar. Gala sentía, como una punzada intermitente, que todo estaba demasiado bien, demasiado correcto, demasiado previsible.

El matrimonio, en su superficie, era un espejo intacto. No había grietas visibles. Pero ella, que se conocía demasiado bien, sabía que podía quebrarse no por un golpe externo, sino por el calor de lo que hervía dentro.

Esa noche, en la intimidad de la habitación, Ernesto volvió a demostrar por qué nunca podía acusarlo de indiferente. La tomó entre sus brazos con la familiaridad de años, pero con la precisión de quien sabe leer a su pareja. No hubo torpeza, no hubo desgano: hubo deseo real, hubo entrega. Gala correspondió, dejándose llevar, disfrutando el vaivén rítmico de un cuerpo que conocía como propio.

Cuando terminaron, descansó sobre su pecho y pensó: Esto está bien. Esto debería bastar. Y lo pensó de verdad. No era mentira. Su vida sexual era sólida, estable, incluso satisfactoria.

Entonces, ¿qué era lo que faltaba?

El lunes la encontró en la oficina, rodeada de papeles, llamadas, estrategias en curso. Ahí, entre correos y presentaciones, volvió a sentir ese cosquilleo que no se apagaba. Adrián apareció en su mente como un fantasma, no por lo que habían hecho —que era prácticamente nada— sino por lo que representaba: un fuego distinto, un ritmo más cercano al suyo.

El contraste era inevitable. Ernesto era lento, sí, pero no en la cama, no en la vida familiar. Su lentitud estaba en la forma en que se conformaba con lo ya logrado, en cómo no parecía necesitar más que lo que tenía. Ella, en cambio, siempre quería más. Más de todo. Y esa ambición, esa hambre de poder y de vértigo, encontraba en Adrián un espejo peligroso.

Durante toda la semana, Gala osciló entre esos dos mundos.

  • En casa: cenas tranquilas, niñas haciendo la tarea, Ernesto proponiendo ver una serie antes de dormir.
  • En la oficina: llamadas con inversionistas, propuestas que la hacían sentir viva, adrenalina recorriéndole las venas.

Y en ambos mundos, el mismo pensamiento punzante: ¿qué hago con esto que siento?

Una noche, mientras doblaba ropa limpia junto a Ernesto, él le preguntó:
—¿Te sientes bien? Te he visto pensativa estos días.

—Cansancio —respondió ella con una sonrisa. Y era verdad. Estaba cansada. Pero no era un cansancio físico. Era el desgaste de sostener dos realidades dentro de sí misma: la del matrimonio estable y la de la mujer que ardía en silencio.

Miró a Ernesto entonces con sinceridad. Lo quería. Le gustaba estar con él. Disfrutaba su compañía. No había nada malo en su vida. Nada que justificara un desvío.

Y sin embargo, cada vez que cerraba los ojos, lo que aparecía no era el rostro tranquilo de su esposo, sino la chispa indomable de Adrián.

Durante el resto de la semana, Gala se repitió a sí misma que lo suyo no era vacío ni carencia. No estaba buscando un salvavidas, ni un reemplazo. Tenía un matrimonio sólido, hijas perfectas, un hogar estable. Lo suyo era otra cosa: una necesidad de vértigo, de llamaradas.




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