La casa de Sara siempre parecía más grande cuando había vino de por medio. La música estaba en un volumen exacto: lo suficiente para envolver, pero no tanto como para impedir que las voces se cruzaran sin esfuerzo. Los amigos iban llegando poco a poco, cada uno con la costumbre de soltar un chisme antes siquiera de quitarse el abrigo.
Gala entró con un vestido negro sencillo, pero con un corte que parecía dibujar la habitación entera hacia ella. El cabello suelto, un perfume casi imperceptible que dejaba huella. No necesitaba más: cuando estaba así, su sola presencia era suficiente para alterar el eje de los demás. Ernesto entró detrás, con una botella de vino en la mano y la misma sonrisa cordial de siempre.
Adrián ya estaba ahí. Camisa blanca, mangas arremangadas, la copa servida como si hubiera estado esperándolos. Sus ojos se encontraron con los de Gala apenas cruzó la puerta, y aunque ninguno sonrió abiertamente, en ese breve choque de miradas hubo un reconocimiento secreto, un pulso eléctrico que ambos quisieron disimular con cortesías.
—¡Ya era hora! —dijo Sara, acercándose a abrazarlos—. Pasen, que la noche está para hablar de pecados.
—¿De cuáles pecados hablas? —rió Ileana, siempre presta al comentario venenoso—. Porque algunos son más divertidos que otros.
La mesa estaba servida con tapas, copas alineadas, velas bajas. Ese tipo de escenarios donde todo parecía diseñado para empujar las conversaciones hacia terrenos peligrosos.
Durante la primera hora, la reunión transcurrió con normalidad. Risas por anécdotas de oficina, comentarios sobre vecinos insoportables, alguna burla sobre la lentitud de Ernesto para contestar mensajes de grupo. Gala participaba, brillando, midiendo cada palabra como si fueran fichas de poder.
Adrián, en cambio, jugaba a estar distante. Escuchaba, sonreía, hacía comentarios precisos. Pero de vez en cuando, inevitablemente, sus ojos se desviaban hacia Gala. La forma en que sostenía la copa, la cadencia con la que reía, incluso el modo en que colocaba una pierna sobre la otra. Detalles insignificantes para cualquiera, pero que en él operaban como un imán silencioso.
Fue Sara, como siempre, quien encendió la mecha:
—Vamos a jugar a las preguntas. Ya saben, las que nadie quiere responder, pero todos esperan escuchar.
Un coro de risas se levantó. Ileana aplaudió. Ernesto fingió protesta, aunque todos sabían que jamás se negaba en serio. Adrián bebió un trago largo de vino, como anticipándose a lo que venía.
—Empiezo yo —dijo Sara, tomando un papelito—. “¿Qué es lo más difícil de aceptar de tu pareja?”
Un silencio breve recorrió la mesa. Ileana habló primero, riendo:
—Que se cree más guapo de lo que es.
Las carcajadas estallaron. El turno pasó de uno a otro, con respuestas que iban del humor a la incomodidad. Cuando llegó a Ernesto, él miró a Gala y dijo:
—Que a veces corre demasiado. Va más rápido de lo que yo puedo seguir.
La mesa quedó en un silencio expectante. Gala sonrió con elegancia, sin mostrar incomodidad.
—Bueno, alguien tiene que jalar del carro, ¿no? —respondió, y las risas se retomaron.
Pero Adrián no rió. Miró su copa, como si el vino tuviera respuesta a algo que no quería formular en voz alta.
La noche avanzó entre preguntas y confesiones disimuladas. Cada palabra tenía doble filo, y Gala lo sabía. El juego de Sara, como siempre, terminaba revelando más de lo que la gente quería.
En medio de un intercambio trivial, Gala sintió la vibración de su celular en la bolsa. Lo sacó discretamente: un mensaje sin remitente guardado.
“Imparables.”
El corazón le dio un vuelco. Supo inmediatamente de quién era. Lo guardó sin responder, volvió a la conversación de la mesa como si nada. Pero dentro de ella, la sangre circulaba con una rapidez peligrosa.
Más tarde, durante el brindis, Adrián rozó su mano al pasarle una copa. Fue un contacto tan mínimo que cualquiera lo habría ignorado. Pero para ella fue suficiente para reescribir la noche entera.
Cuando la reunión empezó a deshacerse, Gala estaba más brillante que nunca. El vino le había soltado la lengua, pero no la mesura. Se sentía invencible, segura, como si tuviera el control absoluto de cada mirada en la sala.
Adrián se despidió primero. Al pasar cerca de ella, la miró con una calma calculada. Nada más. Ninguna palabra comprometedora. Pero ese silencio pesó más que cualquier frase.
Ya en el auto, con Ernesto al volante hablando de banalidades, Gala desbloqueó el teléfono. Escribió:
“Imparables, pero peligrosos.”
La frase titiló unos segundos en la pantalla. Luego, con un gesto rápido, la borró.
Se quedó mirando la pantalla vacía, con una sonrisa imperceptible. Sabía que ese fuego ya estaba encendido. Y que la peor mentira que podía contarse a sí misma era creer que podía apagarlo.