La noche tenía ese brillo particular que solo tienen los eventos de alto perfil: copas de vino que parecen más caras de lo que son, luces bajas sobre manteles impecables, conversaciones cruzadas de negocios que en realidad son exhibiciones de poder. Gala se movía con soltura, saludando, estrechando manos, riendo en los momentos exactos. Era su terreno: sabía leer la sala como pocos, y esa noche lo estaba haciendo con una maestría natural.
Adrián también estaba allí, aunque en otro papel. Ya no trabajaban juntos, pero las esferas empresariales tienen esa costumbre de volver a cruzar caminos. Cuando sus miradas se encontraron entre un brindis y otro, ninguno lo evitó. Hubo algo de desafío en el gesto de ambos, un reconocimiento tácito: ahí estás, ahí sigo.
La velada fue avanzando con vino demasiado generoso y discursos demasiado largos. Gala, se sentía en su elemento: expansiva, magnética, dispuesta a beberse el mundo en sorbos de vino. Adrián, irradiaba esa seguridad arrogante que parecía inconmovible, como si todo girara inevitablemente hacia él. La combinación era peligrosa: dos fuegos en espacios cercanos no saben mantenerse en calma.
Alrededor de la medianoche, la mesa se había desordenado. Copas vacías, servilletas arrugadas, un murmullo de risas graves. Gala se inclinó hacia Adrián con esa naturalidad que parece ensayada, pero que en ella era puro instinto.
—No puedo creer cuánto he bebido. —Sonrió, su voz más suave, más líquida.
—Yo tampoco —respondió él, levantando su copa casi vacía—. Y aún así, no me arrepiento.
Ambos rieron. Era una risa demasiado íntima para ser casual, demasiado cómplice para ser ignorada.
El grupo con el que estaban comenzó a dispersarse poco a poco. Algunos se levantaron hacia la barra, otros fueron arrastrados a conversaciones nuevas. Gala y Adrián quedaron en un rincón, como si la fiesta hubiera decidido protegerlos con un velo de discreción.
—¿Vas bien? —preguntó él, inclinándose, el aliento cálido con el aroma del vino.
—No debería manejar —admitió ella, con esa sonrisa que era mitad confesión, mitad desafío.
—Yo tampoco.
La frase quedó suspendida entre ellos como una rendija abierta. Dos adultos, conscientes, brillantes, capaces de decidir… y aún así, el aire olía a peligro.
Cuando salieron del salón, el frío de la madrugada los recibió como un golpe fresco. Caminaban juntos hacia el auto de ella, riendo con esa torpeza encantadora del vino. Gala se sujetó de su brazo en un gesto que parecía práctico, pero que tenía demasiado de íntimo.
—Esto es ridículo —dijo ella, inclinando la cabeza hacia él—. Míranos. Dos profesionales serios, incapaces de decidir si pueden o no manejar.
—Tal vez no deberíamos decidir nada esta noche —respondió Adrián, sin pensarlo demasiado.
Gala se detuvo, lo miró de frente. Había algo en sus ojos que brillaba distinto, una mezcla de alcohol, deseo y desafío. Esa chispa que él conocía demasiado bien, porque la había visto en él mismo más de una vez.
—Adrián… —empezó a decir, como si quisiera advertirle de algo, pero la voz se le quebró en un suspiro.
Él levantó la mano, apenas, como si fuera a rozar su mejilla y al mismo tiempo dudara. Ese segundo de vacilación fue el último bastión de cordura que tuvieron.
Luego, como si el aire los empujara, se besaron.
No fue un beso torpe ni apresurado. Fue intenso, elegante, cargado de todo lo que habían contenido durante meses. El vino en su sangre hizo que los labios se buscaran con hambre, que la lengua trazara caminos conocidos y nuevos a la vez. El frío de la calle contrastaba con el calor que los devoraba.
Gala se aferró a su camisa como si lo hubiera estado esperando toda la noche. Adrián la sostuvo de la cintura, atrayéndola con una fuerza que no necesitaba explicación. Era un beso de reconocimiento, de dos fuegos que se saben iguales y que, al encontrarse, no tienen más opción que arder.
Cuando se separaron, los dos respiraban entrecortados. No hubo palabras inmediatas. Solo silencio, el corazón acelerado y la certeza de que habían cruzado un umbral.
—Esto… —empezó Adrián, pero no terminó.
Gala apoyó la frente contra la suya, cerrando los ojos.
—Lo sé.
No dijo más. No necesitaba. El eco del beso seguía latiendo entre ellos, más elocuente que cualquier discurso.
El auto estaba a unos pasos, pero ninguno se movió hacia él. La calle estaba desierta, el mundo parecía haberse reducido a ese rincón donde sus cuerpos aún temblaban del contacto.
Finalmente, Gala suspiró, intentando recuperar el control que tanto la definía.
—No podemos manejar. No podemos… —se interrumpió, sabiendo que lo que quería decir no tenía nada que ver con autos.
Adrián sonrió con ironía.
—No, no podemos.
El silencio volvió, pero era otro tipo de silencio. Cargado, vibrante, elástico. El tipo de silencio que enciende más que cualquier palabra.
Se miraron otra vez, y ambos supieron que, aunque tal vez al día siguiente viniera la culpa, esa noche había quedado marcada para siempre.
De regreso en casa, Gala entró en puntillas para no despertar a Ernesto. Se detuvo en el espejo del pasillo, mirándose como si quisiera reconocerse. Sus labios aún ardían. Tocó su boca con los dedos y cerró los ojos. No se sentía culpable todavía. Se sentía viva.
Y eso era lo que más la asustaba.
Cuando por fin se desvistió y se metió en la cama, Ernesto ya dormía profundamente. El sonido regular de su respiración era casi insultante frente al torbellino que ella llevaba en el cuerpo. Gala se quedó en la oscuridad, la pantalla del celular brillando en su mano.
La vibración llegó pasada la una. Un mensaje de Adrián. Dudó unos segundos antes de abrirlo.
“Lo único que me sorprende es lo grande de mi autocontrol. Porque lo único que quise toda la noche fue llevarte lejos y hacerte mía. Supongo que ahora las cosas están en tu cancha.”