El filo dorado de tus sueños

La resaca de lo imposible

Gala

El despertador sonó a las siete y, por primera vez en mucho tiempo, Gala no necesitó aplazarlo. Se levantó con el cuerpo todavía caliente, con esa vibración interna que no era sueño, sino el eco del beso de anoche. Se miró en el espejo del baño mientras se lavaba la cara y por un segundo vio algo distinto: no era la ejecutiva impecable ni la madre organizada. Era otra mujer, una que brillaba en los ojos como si hubiera descubierto un secreto.

La normalidad se impuso rápido: preparar desayunos, vestir a las niñas, organizar mochilas. Ernesto entró a la cocina medio dormido, le dio un beso en la mejilla, comentó algo trivial sobre el tráfico. Ella respondió con naturalidad, como siempre. Todo funcionaba. Todo estaba en orden.

Pero por dentro, no.

Mientras las niñas reían con la leche y el cereal, Gala se preguntó qué pasaría si esa otra vida fuera posible: ella y Adrián, fuego y fuego, juntos sin esconderse, sin dividirse entre mundos. Un escenario improbable, casi ridículo… pero tan excitante que sintió un cosquilleo en la piel.

El pensamiento la atravesó como una descarga: ¿soy mala por imaginarlo?
No quería dejar a Ernesto, ni romper la familia. No había nada malo en su matrimonio. El sexo con él era sólido, satisfactorio; su vida en común era ordenada, estable. Y aun así, la idea de Adrián rozándola otra vez, la idea de desearlo con esa libertad salvaje, la hacía sentir más viva que cualquier logro profesional.

Se vistió con un traje de falda entallada y blusa de seda. Al ajustarse los labios frente al espejo, notó que lo hacía pensando en si Adrián la vería hoy, como si de algún modo estuvieran conectados más allá del recuerdo.

Todo el día trabajó con eficacia, pero con un fuego secreto latiéndole etre las piernas. Cada reunión, cada llamada, cada firma de documento era acompañada por pensamientos intrusivos: él contra ella en el asiento trasero del auto, su voz al oído, sus manos sosteniéndola como la noche anterior no se atrevió a hacer.

A media tarde, un correo de un cliente la distrajo. Respondió con soltura, pero al final, sin querer, escribió el nombre “Adrián” antes de borrarlo de inmediato. Se rió sola. Me estoy volviendo loca.

Más tarde, cuando todos salieron de la oficina, se recostó en su silla y se permitió una reflexión peligrosa: la monogamia. ¿Qué significaba realmente? ¿Era un pacto de exclusión absoluta? ¿O un acuerdo para sostener la calma de un proyecto en común? Porque si era lo segundo, ella estaba cumpliendo: amaba a Ernesto, a sus hijas, a la vida que habían construido. Lo que sentía por Adrián, en cambio, era otra cosa: una chispa individual, un deseo que no restaba al otro mundo, sino que la expandía.

Cerró los ojos. No había tocado el celular en todo el día, pero cada fibra de su cuerpo esperaba otro mensaje de él.

Adrián

En su oficina, Adrián no logró concentrarse. El proyecto que debía revisar se convirtió en un conjunto de párrafos borrosos, las gráficas en líneas que no lograba descifrar. La mente lo traicionaba: cada vez que intentaba leer, veía la escena del beso reflejada en la pantalla.

Él, tan orgulloso de su autocontrol, se descubría a sí mismo preso de pensamientos que no podía detener. Si aún trabajara bajo mí… si la siguiera teniendo todos los días en esa oficina… La sola idea lo excitaba y lo atormentaba a la vez.

Su ego lo obligaba a preguntarse si aquello era una derrota o una victoria. Porque él siempre ganaba, siempre dominaba. Y, sin embargo, con Gala no era él quien marcaba las reglas: era el incendio en conjunto, el reconocimiento de que ella era tan fuerte como él, tan ambiciosa, tan peligrosa. No era conquista, era espejo.

Se levantó de su silla y caminó por la oficina. Abrió la ventana, dejó que el aire entrara. Nada ayudaba. Cada movimiento lo hacía imaginar su cuerpo, el olor de su piel, el sabor a vino en sus labios.

¿Soy un hombre débil por desearla?
No. Eso sería demasiado simple. El problema era otro: nunca se había sentido tan vivo. Y ese era el verdadero peligro.

En una reunión con socios, mientras alguien hablaba de proyecciones, él pensaba en Gala inclinándose hacia él, susurrándole algo al oído. Se descubrió excitado, con un calor insoportable en medio de un discurso aburrido. Se odió un poco por eso.

Más tarde, solo en su coche, se permitió fantasear. Cerró los ojos, imaginó que ella estaba a su lado, que no habían frenado el beso, que el autocontrol había fallado y la había llevado lejos, como quiso toda la noche. Lo visualizó tan claramente que sintió un estremecimiento físico.

Abrió los ojos, golpeó el volante con frustración.
Esto no puede seguir así.
Pero lo sabía: iba a seguir. Porque por más que le pesara, no quería detenerlo.

Paralelo

Esa noche, Gala se recostó en la cama después de leerles un cuento a las niñas. Adrián, en otro punto de la ciudad, bebía whisky solo en su sala. Ninguno escribió. Ninguno se atrevió. Pero ambos, al mismo tiempo, pensaron en lo mismo:

¿Qué pasaría si pudiéramos tenerlo todo sin perder nada?

Y el pensamiento los excitó tanto como los atormentó. No era el beso lo que más pesaba, sino la posibilidad infinita que había nacido con él.

La monogamia ya no era un hecho para ellos, sino una pregunta. Y en esa pregunta ardía el fuego que no los dejaba dormir.




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