El restaurante estaba lleno de luz de mañana, con ventanales abiertos hacia la ciudad. La mesa de cuatro, reservada por Ileana con semanas de anticipación, rebosaba de panecillos, mermeladas en frascos pequeños y copas de jugo fresco que brillaban bajo el sol.
Gala llegó de las primeras, impecable en un vestido color crema. Llevaba el cabello suelto, brillante, y un aura de calma que solo ella sabía fingir cuando en realidad el cuerpo le ardía por dentro.
Adrián apareció pocos minutos después, con camisa azul arremangada y ese porte que no pedía atención, pero la exigía igual. El roce de sus miradas fue un rayo invisible: apenas unos segundos, suficientes para incendiar el aire. Nadie más lo notó.
Sara llegó tarde, con gafas oscuras y su ironía habitual. Ileana ya la esperaba con su sonrisa calculada, lista para tomar el control de la dinámica como si fuera un escenario.
—Por fin todos juntos —dijo Ileana, alzando la mano para llamar al mesero—. Esto es lo que yo llamo desayuno de altura.
Gala sonrió. Adrián pidió café negro. Sara, entre risas, pidió mimosa: “porque la vida con jugo solamente no sabe igual”.
No tardó mucho en que Sara sacara su libreta mental de provocaciones.
—A ver, vamos a ponerle sabor a esto. Cada quien va a decir qué es lo que más admira de la pareja del otro.
—¿Pareja? —preguntó Adrián, arqueando una ceja.
—Pues sí —replicó Sara, quitándose las gafas—. Tú, de Mariana. Tú, Gala, de Ernesto. Y nosotras opinamos después.
Ileana aplaudió divertida.
—¡Me encanta! Adelante, chicos.
Gala respiró hondo. Era experta en el disimulo, pero esa pregunta rozaba donde más ardía. Sonrió con elegancia.
—Lo que más admiro de Ernesto es su paciencia. Tiene una calma que equilibra mis excesos. Es constante, confiable… y me ha enseñado que no todo tiene que ser velocidad o vértigo.
Sara levantó la ceja, notando el matiz, pero no dijo nada. Adrián tomó la palabra con un tono firme.
—Mariana… Mariana tiene una forma de ver lo práctico que siempre me sorprende. Es eficiente, pragmática, sabe cortar con lo innecesario. A veces yo me pierdo en mi propio ego —dijo con media sonrisa—, pero ella me aterriza.
Gala bajó la mirada a la taza de café. En esa media sonrisa, reconoció un subtexto que nadie más percibió: Adrián no mentía, pero tampoco decía todo.
—Ay, por favor —interrumpió Sara—, parecen discursos de campaña. Quiero la verdad sin filtro.
—¿Verdad? —preguntó Ileana divertida.
—Sí. ¿Qué es lo que envidiarían de la vida del otro? —preguntó Sara, señalando directamente a Adrián y a Gala, con esa puntería quirúrgica que parecía adivinar lo que no debía decirse.
El silencio duró un segundo más de lo debido. Gala lo rompió con elegancia.
—Envidiaría la ligereza de Adrián. Su capacidad de ir por lo que quiere sin pedir disculpas.
Adrián sostuvo la mirada en ella un instante que supo eterno. Luego respondió:
—Yo, de Gala, envidiaría… su hambre. No se conforma con poco. Siempre quiere más. Y lo consigue.
Ileana aplaudió como si fuera un teatro.
—¡Bravísimo! —rió—. Aunque entre ustedes dos, si se juntaran, creo que nadie nos alcanzaría.
Sara lanzó una carcajada.
—Por suerte, la vida ya los tiene amarrados con esposas y niños. Sino… miedo me darían.
Gala y Adrián se sonrieron, cada uno escondiendo en la curva de sus labios una verdad peligrosa: ya se daban miedo.
La charla continuó, salpicada de ironías y chismes. Ileana criticó a conocidos por su mal gusto en decoración, Sara se burló de un empresario que había intentado coquetearle y terminó pidiendo su número en una servilleta.
Pero entre líneas, Gala y Adrián tejían otra conversación: silenciosa, oculta, en el roce de los dedos al pasar la canastilla del pan, en la forma en que uno hablaba y el otro respondía con un gesto apenas perceptible.
Gala bebió un sorbo de jugo y se permitió pensar: ¿Qué pasaría si Ileana y Sara no estuvieran aquí? ¿Si este desayuno fuera solo nuestro?
Adrián, mientras tanto, hacía cálculos mentales. Si esto fuera una reunión de trabajo, ya habría buscado la manera de alargarla, de aislarla, de convertir lo casual en íntimo. La sensación de estar frente a alguien que podía seguirle el ritmo lo exaltaba tanto como lo perturbaba.
Sara, siempre Sara
—Ok —dijo Sara, cruzándose de brazos—. Nueva ronda. Si tu pareja desapareciera mañana, no en plan trágico, sino porque la vida así lo decidiera… ¿con quién de aquí podrían rehacer su vida?
La mesa estalló en carcajadas. Ileana fingió escandalizarse.
—¡Qué preguntas son esas!
—Las que importan —respondió Sara, con sonrisa venenosa.
Adrián bebió de su café. Gala jugó con la servilleta. Ninguno respondió. No hacía falta. La electricidad ya había respondido por ellos.
El cierre
El desayuno terminó con la promesa de repetir pronto. Ileana salió primera, Sara se quedó un poco más, pero al final también se marchó, con una última frase que resonó como sentencia:
—Ustedes dos deberían cuidarse. La gente así, que brilla demasiado, suele reconocerse. Y eso, amigos míos, es dinamita.
Gala y Adrián quedaron un instante solos, apenas unos segundos, lo suficiente para que él inclinara apenas el cuerpo hacia ella.
—¿Dinamita? —susurró.
—Lo sabe todo sin saber nada —respondió Gala.
Salieron juntos del restaurante, cada uno hacia su coche. No se dijeron más, pero el pensamiento era idéntico en ambos: la chispa no solo estaba encendida. Estaba en plena combustión.