La cena había comenzado como todas: copas de vino que nunca estaban vacías, conversaciones cruzadas, anécdotas de trabajo que entre amigos se volvían comedia. Faltaban Ernesto y Mariana, y eso —aunque nadie lo dijo en voz alta— cambió la dinámica. Gala estaba radiante, más libre que de costumbre, con un vestido negro de tela ligera que parecía hecho para el movimiento de su risa. Adrián la miraba con el mismo disimulo con el que uno observa un fuego que no puede tocar, aunque sepa que tarde o temprano acabará quemándose.
La botella de tequila apareció después de los postres. Fue idea de Sara, como siempre. Entre brindis y retos absurdos, Gala terminó riendo a carcajadas, con las mejillas encendidas y un brillo en los ojos que no era solo del alcohol. Adrián, que bebía con más control, la observaba con esa mezcla de ternura y deseo que no se atrevía a mostrar.
Cuando por fin la reunión se dispersó, él se ofreció a llevarla.
—Yo te dejo —dijo con naturalidad.
—¿Seguro? No quiero… —Gala alzó una mano, pero tropezó un poco con su propio bolso y terminó riendo—. Bueno, tal vez sí necesito chofer.
En el coche, el silencio duró apenas unos segundos. Gala, con la cabeza recargada en el respaldo, comenzó a hablar de viajes.
—Hace años… —dijo entre risas suaves—, tenía una lista de hoteles favoritos. No sé por qué. Me encantaba buscarlos, ver fotos, imaginarme ahí. Pero luego… vida, hijas, rutina. Dejé de ir. Dejé de… soñarlos.
Adrián la miró de reojo.
—¿Y cuáles eran tus favoritos?
Ella giró la cabeza hacia él, con esa coquetería inconsciente que nace del vino y del deseo escondido.
—Los que tenían habitaciones con ventanales enormes. Los que daban la sensación de que el mundo estaba abajo y tú estabas por encima de todo. Como si fueras… invencible.
Las palabras flotaron en el aire. Adrián sintió el pulso acelerarse. Había algo en esa confesión que no era solo nostalgia: era una invitación involuntaria, un desliz de lo que realmente deseaba.
Se detuvo en un semáforo y la miró. Ella sostenía su mirada, sonriendo con esa embriaguez encantadora. El fuego se hizo insoportable.
Se inclinó hacia ella. El beso fue inevitable. Fuerte, profundo, urgente. Ella respondió con una intensidad inesperada, como si hubiera estado esperando ese momento desde siempre.
—Adrián… —susurró, con la voz rota entre deseo y sorpresa.
Él no dudó. Dio vuelta en la siguiente avenida y condujo directo al hotel más cercano, uno de esos que ella había descrito sin querer. Ventanales, altura, secreto.
La habitación se llenó de un silencio eléctrico cuando la puerta se cerró. Gala dejó caer el bolso sobre el sillón y se volvió hacia él con la respiración agitada. Por un segundo parecieron medir el abismo que estaban por cruzar. Luego, se lanzaron de nuevo al beso, sin reservas.
El vestido negro se deslizó por sus hombros como si siempre hubiera estado destinado a caer. Adrián recorrió su piel con una urgencia reverente, como si cada caricia fuera un acto sagrado. Gala, entre risas ahogadas y gemidos suaves, le arrancaba la camisa con manos torpes pero decididas.
—Hace años que no me siento así… —dijo entre sus labios, antes de perderse en otro beso más profundo.
Cayeron sobre la cama con el vértigo de quien se rinde al desastre inevitable. Sus cuerpos encajaron con una perfección brutal, sin timidez, sin pausa. Era como si todo lo que habían contenido hasta ahora estallara de golpe, un río desbordado que no admitía diques.
Cada movimiento era fuego. Gala se arqueaba contra él, con la boca entreabierta, con el cabello desordenado brillando bajo la tenue luz del hotel. Adrián la tomaba como si quisiera memorizar cada rincón de su piel, como si temiera que la realidad desapareciera en cualquier momento.
No había culpa, no había nombres ajenos. Solo deseo. Solo el reconocimiento de dos llamas que se reconocían y no sabían apagarse.
La intensidad los consumió una y otra vez, hasta que quedaron tendidos, exhaustos, respirando como si hubieran corrido una maratón. Ella se volvió hacia los ventanales, desnuda, y rió con un dejo de ironía.
—Mira. Al final sí volví a mis hoteles favoritos.
Adrián la abrazó por detrás, besándole el cuello. No dijo nada. No hacía falta.
Él la llevó a casa en silencio, cuidándola con un respeto que parecía casi contradictorio con lo que habían hecho. Gala, ya más sobria, se quedó recargada en el asiento, con la sonrisa aún dibujada en los labios.
Al llegar, ella se giró hacia él.
—Gracias por… todo.
—Gala… —empezó él, pero ella lo interrumpió.
—Shh. No digas nada. Somos adultos. Y mañana… mañana todo seguirá igual.
Bajó del coche con pasos firmes, sin voltear.
Adrián se quedó un instante detenido, con las manos en el volante, sintiendo que todo había cambiado aunque ninguno lo admitiría jamás.