La madrugada se extendía en la casa en silencio. Ernesto dormía a su lado con la respiración pesada, plácida. Gala, en cambio, permanecía despierta, con los ojos clavados en la penumbra del techo. El cuerpo aún vibraba con el recuerdo, como si la piel no hubiera olvidado la presión de sus manos ni el calor de su boca.
Se giró despacio, como si el simple movimiento pudiera disipar el incendio. No lo hizo. Al contrario: lo intensificó.
El recuerdo del hotel, la ventana abierta al vacío iluminado de la ciudad, la voz grave de Adrián en su oído. Todo volvía en oleadas, un pulso erótico imposible de acallar.
Gala deslizó una mano por debajo de la sábana. No era costumbre, no era hábito, pero esa noche no podía más. El roce contra su propia piel fue un desahogo inmediato. Cerró los ojos y lo dejó ocurrir, evocando cada gesto, cada beso, cada palabra.
No había remordimiento. Ni siquiera un atisbo de culpa. Eso era lo que más la estremecía. Lo que la perturbaba de verdad era sentirse plena, más viva que nunca.
¿Por qué debería sentirme mal? pensó, jadeando en silencio.
No había vacío en su matrimonio. No había abandono, ni desamor. Había estabilidad, había ternura, había sexo sólido. Pero con Adrián era distinto: no se trataba de llenar un hueco, sino de encender un fuego que siempre había estado ahí, dormido, esperando.
La intensidad la hizo arquear la espalda, mordiéndose el labio para no despertar a Ernesto. El orgasmo fue suave pero devastador, como si la atravesara un río incandescente. Abrió los ojos después, con el corazón latiendo tan fuerte que sintió miedo de que él lo oyera en sueños.
Se quedó mirando el techo, sudorosa, con una sonrisa peligrosa en los labios.
La culpa es por no sentirme culpable.
Esa era la verdad. No se odiaba, no se arrepentía. Lo único que quería era más. Más risas imprudentes, más besos prohibidos, más hoteles con ventanales donde se sintiera invencible.
En su mente formuló un verso, casi como si hablara en voz alta:
Quiero besarte las ambiciones.
Beberme tu fuego,
lamer cada victoria en tu boca.
No porque me falte nada,
sino porque contigo soy más,
soy otra,
soy todo.
Se cubrió la cara con las manos y rió en silencio, excitada otra vez solo de pensarlo.
Entendió, con la lucidez cruel de la madrugada, que la infidelidad no estaba naciendo del vacío. No era un gesto de carencia ni un grito de rescate. Era otra cosa:
La infidelidad no iba a nacer del vacío, ni de una carencia,
sino de la combustión natural de dos fuegos que se reconocen
y no saben apagarse.
Gala cerró los ojos. Y supo que, más que un error, lo que había empezado era un destino.