El filo dorado de tus sueños

La Reina del fuego

El lunes amaneció como cualquier otro: la cafetera goteando su aroma familiar, Ernesto hojeando correos en la tablet, las niñas corriendo con sus uniformes casi listos pero todavía con calcetas en la mano. Gala, sin embargo, sentía que el aire mismo se había cargado de otra densidad. No era el lunes, no era la rutina: era ella.

Se movía por la cocina con esa fluidez que solo da la práctica. Un sándwich aquí, una mochila cerrada allá, un recordatorio a una de sus hijas de no olvidar la libreta de ciencias. Y al mismo tiempo, dentro de sí, una vibración sorda, eléctrica, que no dejaba de recordarle lo que había pasado.

No era una culpa que pesara; era un fuego que la sostenía.

—Mamá, ¿me haces la trenza como ayer? —pidió la mayor, con la impaciencia de los nueve años.
—Claro, ven acá —dijo Gala, y enredó el cabello con dedos ágiles, sintiendo esa ternura protectora que la anclaba en lo más profundo.

Su vida era buena. Tenía un esposo sólido, con defectos previsibles pero con virtudes claras. Tenía dos hijas que la miraban como si todo lo supiera. Tenía estabilidad, amor doméstico, risas de sobremesa. Y ahora tenía un secreto.

Un secreto que, lejos de amenazar lo que había construido, parecía darle aún más poder.

Al dejar a las niñas en la escuela, el retrovisor le devolvió el reflejo de su sonrisa. Se descubrió más atractiva que nunca, más peligrosa también. No porque se hubiera transformado físicamente, sino porque conocía algo que pocos alcanzan: esa mezcla de libertad y fuego que la hacía sentirse intocable.

¿Por qué habría de ser débil por esto? pensó. No soy víctima. No estoy huyendo de nada. Estoy eligiendo vivir lo que me enciende.

Esa convicción la acompañó toda la mañana en la oficina. Las presentaciones fluyeron con una fuerza especial, la voz le salía más firme, las ideas más nítidas. Los demás lo notaban: su equipo trabajaba con ella como si supieran que algo en Gala había cambiado. Y había cambiado, pero no en el modo en que ellos podían adivinar.

Dentro de sí llevaba un volcán secreto.

Por la tarde, en casa, la normalidad volvió a tomar forma. Ernesto regresó cansado, con la corbata aflojada y los ojos cargados. Gala lo recibió con un beso en la mejilla, el mismo de siempre. Pero el contraste la estremeció: la serenidad de ese hogar frente al recuerdo del hotel, el murmullo de las niñas pidiendo ayuda con la tarea contra el eco de una risa peligrosa con unas copas de más.

Cenaron juntos, los cuatro alrededor de la mesa. Ernesto preguntó por el día de cada una, hizo un comentario sobre un cliente difícil, se rio con una ocurrencia de la menor. Todo estaba en orden. Todo funcionaba.

Y sin embargo, bajo la mesa, Gala cruzaba las piernas con una lentitud estudiada, sintiendo en el roce de su propia piel el recordatorio de lo que había despertado. Esa electricidad no desaparecía: la acompañaba, la habitaba.

Soy capaz de sostenerlo todo.
Ese era el mantra que le latía.

Cuando acostó a las niñas, se quedó un momento mirándolas dormir. El pecho le dolió de amor. Eran perfectas. Eran la verdadera medida de su vida. Y aun así, la otra parte de ella —esa mujer que se había dejado besar en un hotel con ventanas al abismo— ardía en paralelo, sin restarle nada a ese amor maternal.

En su mente formuló la pregunta: ¿es posible que ambas cosas convivan? ¿Que no sean opuestas, sino capas de lo mismo?

No tenía la respuesta todavía, pero en su cuerpo ya la sentía. Sí, era posible. Porque ahí estaba ella, viva, vibrante, con los dos mundos latiendo al mismo tiempo.

Esa noche, Ernesto se acercó más de lo habitual en la cama. La tocó con la naturalidad de quien conoce cada curva, cada respuesta. El sexo fue sólido, conocido, incluso reconfortante. Gala lo disfrutó, lo agradeció, se entregó con esa parte de sí que siempre había estado ahí para él.

Pero dentro, la vibración era distinta. No porque Ernesto le faltara algo, sino porque ahora sabía que había otra frecuencia encendida. Y esa frecuencia la hacía más intensa, más peligrosa, más invencible.

Terminó la noche con el corazón latiendo como si hubiera corrido kilómetros. Cerró los ojos y pensó: soy madre, soy esposa, soy amante, soy fuego.

Y por primera vez en mucho tiempo, se sintió realmente completa.




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