El filo dorado de tus sueños

El Laberinto del León

El día amaneció sin clemencia.
No había resaca que lo tumbara —su cuerpo estaba acostumbrado al alcohol de las cenas y los brindis interminables—, pero Adrián despertó con una pesadez distinta: el recuerdo. Una pesadez que no se curaba con agua ni con aspirinas, porque no venía de la cabeza, sino del centro del cuerpo. Estaba todavía ahí: el eco del hotel, la risa de Gala, el olor de su piel, la presión de sus labios contra los suyos.

Se levantó de la cama en silencio. Mariana respiraba acompasada, envuelta en las sábanas, ajena al incendio que lo quemaba por dentro. Por un momento, la miró con una mezcla extraña de ternura y distancia. Ella estaba ahí, impecable en su rol, como siempre. Y sin embargo, nada de lo que tenía junto a él podía borrar lo que había ocurrido.

Encendió la cafetera y, mientras el primer chorro de café caía, Adrián apoyó las manos en el mármol de la cocina. Cerró los ojos y volvió a verla: Gala inclinándose sobre la mesa de la cena, riendo con los ojos brillantes; Gala tambaleando apenas en sus tacones cuando la condujo al auto; Gala susurrando el nombre de un hotel como si fuera un secreto indecente.

No era un recuerdo cualquiera. Era un triunfo.
Eso era lo que le decía su ego.

No había planeado nada, no había manipulado nada. Solo había estado ahí. Y sin embargo, la escena se grababa en su memoria con la claridad de lo inevitable: dos fuegos que no supieron apagarse.

—Que demonios pasó? —murmuró para sí, con una sonrisa torcida.

El trabajo no fue refugio. Todo lo contrario.

En las reuniones, escuchaba números y proyecciones, pero lo único que veía eran destellos: el tirante deslizándose por el hombro de Gala, la forma en que ella lo miró cuando él dijo “vamos”. El resto del mundo se volvió ruido de fondo.

Más de una vez se sorprendió escribiendo mensajes que luego borraba:

“Lo único que hice fue desearte toda la noche, desde que reíste en la mesa hasta que cerramos la puerta del hotel.”

Borrado.

“Si pudiera elegir, me quedaría en ese incendio contigo, aunque el mundo ardiera.”

Borrado.y

Se reía solo, con ese gesto arrogante de quien sabe que juega un juego peligroso pero aún así no piensa retirarse. El león no huye de la cacería, aunque sepa que la selva lo observa.

Lo peor era la noche.

Durante el día podía disimular con reportes, llamadas, firmas. Pero cuando regresaba a casa, cuando se sentaba frente a Mariana en la mesa del comedor y la escuchaba hablar de su agenda o de algún proyecto, se sentía atrapado en un espejo. Todo era correcto, todo funcionaba, y al mismo tiempo, todo estaba en otra frecuencia.

Porque en su mente, todavía sentía la risa de Gala deshaciéndose en un gemido, todavía tenía en la piel la huella de sus uñas.

¿Qué significaba ser fiel? se preguntaba. ¿Qué significa la monogamia cuando uno descubre que la vida puede arder así?

No era culpa lo que lo mordía. Era otra cosa: un vacío imposible de llenar con nada más.

Al tercer día, cuando el recuerdo ya no era un recuerdo sino un veneno, lo imaginó distinto: ¿qué pasaría si Gala siguiera bajo mi mando?

Se la imaginó entrando a la oficina con su andar seguro, tomando notas mientras él dictaba, discutiendo con él los planes de expansión. Se la imaginó como un reflejo de sí mismo, pero más brillante, más peligrosa.

Se rió. Sí, se rió de la escena en su cabeza, porque sabía que ahí estaba la verdadera condena: juntos serían imparables. Y eso, para un león, era irresistible.

La noche del jueves, mientras Mariana dormía, Adrián volvió a su laberinto digital. Abrió el chat de Gala, dejó que el teclado le devolviera esa familiar vibración en los dedos.

“Supongo que ahora las cosas están en tu cancha.”

Esa línea ya la había escrito antes, y ella había respondido con la fría elegancia de siempre: “Ok. No pasó nada. Somos adultos.”

Pero Adrián no podía dejarlo ahí.
No era suficiente.

Escribió otra frase:

“Lo que me sorprende no es lo que pasó, sino lo que contuve. No sabes cuánto.”

La dejó en la pantalla unos segundos, mirándola. Y luego, con un golpe seco, la borró.

Ese era su laberinto: querer rugir y, al mismo tiempo, no querer que nadie más escuchara.

El fin de semana llegó con reuniones familiares, con compromisos sociales, con la misma rutina que lo protegía de preguntas incómodas. Pero Adrián caminaba entre la gente con la seguridad del que guarda un secreto poderoso. Nadie lo sabía, nadie lo sospechaba. Y sin embargo, él sentía que todos podían verlo en sus ojos: la marca de un hombre que ya probó el incendio y no quiere regresar a la calma.

El león estaba en su laberinto.
Y en ese laberinto, Gala era tanto la salida como la trampa.

Adrián se acostó tarde ese domingo, incapaz de dormir. Mariana dormía a su lado, como si nada faltara. Pero él, mirando al techo, supo que lo que había pasado en el hotel no era un accidente, ni un error, ni siquiera un exceso.

Era destino.
Era fuego.
Era él siendo él mismo, por fin.

Y lo que lo mantenía despierto no era la culpa.
Era el deseo de repetirlo.




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