El filo dorado de tus sueños

El león en la jaula dorada

La casa amanecía con el bullicio habitual de un lunes. El ruido de los cubiertos, la apatia adolescente de sus hijos. Adrián estaba en medio de todo, como siempre: organizando rutinas , buscando los calcetines que nunca aparecían en pares, sirviendo jugo con la destreza de quien ya había repetido esa coreografía mil veces.

Mariana lo observaba desde la mesa, aún con bata, sonriendo con ese gesto tranquilo que lo había enamorado años atrás.

—Eres mejor que yo en las mañanas —dijo, alzando su taza de café.
Adrián sonrió, besó la frente de una de las niñas y respondió con ese tono seguro que nunca lo abandonaba:
—Es que me gusta empezar el día ganando.

Los muchachos tambien reian. . Él también. La escena era perfecta, casi publicitaria. Y sin embargo, dentro de su pecho, el eco del hotel seguía latiendo como un segundo corazón.

El día transcurrió en una rutina impecable. Adrián pasó por la oficina, cerró acuerdos, hizo llamadas estratégicas. Era el ejecutivo brillante de siempre, el hombre que no dejaba cabos sueltos. Nadie habría sospechado que, entre cada junta y cada café, su mente regresaba una y otra vez a aquella noche: el temblor de la risa de Gala, el instante en que los labios se encontraron, el incendio contenido en un cuarto de hotel.

Al volver a casa, Mariana lo esperaba con una cena ligera. Hablaron de los muchachos, de un viaje deportivo, de los planes para el verano. Todo sonaba normal. Todo era normal.

Y fue entonces cuando Mariana, con un gesto casual pero decidido, le tocó la mano. Esa chispa sencilla que decía: “aquí estamos tú y yo”.

El encuentro ocurrió sin prisa, con la naturalidad de una pareja que se conoce en los ritmos y en los silencios. El dormitorio se llenó de esa complicidad antigua, de caricias que no necesitaban explicación. Adrián respondió con entrega, con fuerza. Su cuerpo la buscaba con la misma intensidad de siempre, quizá más.

Pero en medio del calor, en medio de la respiración entrecortada de Mariana, el recuerdo regresó. El contraste era brutal: la seguridad de lo conocido frente al vértigo de lo prohibido. El león se movía entre dos selvas, incapaz de elegir.

Mariana lo abrazó al final, como siempre, confiada, tranquila. Él le acarició el cabello y la besó en la frente. Fue sincero en el gesto: la amaba. No había duda. Pero al cerrar los ojos, lo que apareció no fue la calma de su matrimonio, sino la risa de Gala resonando como un eco peligroso.

En la ducha, el agua caliente golpeando su espalda, Adrián se dejó pensar lo que en voz alta jamás diría.

No quiero perder esto.
No quiero perder todo..

Pero al mismo tiempo, otra voz rugía en su interior:
No quiero perderla a ella tampoco, sentirme vivo.

Se miró en el espejo, con el cabello aún húmedo, los ojos intensos, el gesto firme. Era un hombre dividido, sí, pero también era un hombre convencido de que podía sostener ambos mundos. El león en su jaula dorada: dueño de una familia impecable, y dueño también de un incendio que lo consumía en silencio.

—No voy a perder nada —se dijo a sí mismo, con una sonrisa casi arrogante—. Ni esto, ni a ella.

Y así, con esa certeza imposible, Adrián se metió en la cama junto a Mariana, seguro de que nadie lo veía arder.




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