Las mañanas de la semana parecían calcadas: el despertador sonaba con la puntualidad de siempre, Ernesto se levantaba antes que ella para preparar el café, las niñas aparecían desordenadas y risueñas buscando uniformes, peines y trenzas. Nada había cambiado en la coreografía cotidiana de su casa, y sin embargo, Gala sentía que cada gesto contenía un filo secreto.
El filo estaba en la manera en que su piel reaccionaba ante los abrazos inocentes de sus hijas, recordándole la intensidad de otro contacto. Estaba en la manera en que los labios de Ernesto la buscaban con familiaridad y ella podía devolverle el beso sin reservas, pero con una conciencia nueva: un recuerdo reciente que vibraba debajo de la piel.
Ese recuerdo no la culpaba. No la acusaba. No la hacía sentir infiel. La hacía sentir viva. Y esa sensación, lejos de extinguirse con los días, se amplificaba con cada respiración.
El lunes por la tarde, mientras revisaba un informe financiero en su oficina, se sorprendió a sí misma escribiendo palabras que no tenían nada que ver con el documento: deseo, hambre, incendio. Las tachó de inmediato, pero la calidez que le recorrió el cuerpo le dejó claro que su mente estaba jugando a un doble juego.
El martes, en un elevador lleno de ejecutivos que apenas conocía, se descubrió sonriendo sin motivo aparente. Recordaba la forma en que Adrián la había mirado justo antes de besarla, esa media fracción de segundo en que ninguno de los dos se preguntó nada, porque las preguntas habrían sido inútiles. En ese instante, entre el botón del piso 12 y el 14, Gala sintió un estremecimiento que se extendió por su espalda como un escalofrío eléctrico.
El miércoles, durante una cena con clientes, bebió una copa de más y, mientras reía con un chiste ajeno, imaginó con nitidez la textura de las manos de Adrián en su cintura. Se le secó la boca, y disimuló con un sorbo de agua. Nadie notó nada. Nadie salvo ella, que vivía con la piel encendida como un secreto privado.
El jueves fue el día más extraño: estaba en casa, ayudando a una de las niñas con la tarea de matemáticas, cuando de pronto se dio cuenta de que estaba respirando demasiado rápido. El problema en la libreta era simple: sumas y restas. Pero el zumbido en su cabeza era otro: la voz de Adrián susurrándole al oído. Se obligó a concentrarse, a sonreír, a aplaudir cuando la niña resolvió bien el ejercicio. Y sin embargo, en el fondo de su vientre, seguía latiendo esa pulsión, casi insoportable, casi placentera.
Esa noche se dio un baño más largo de lo habitual. El agua caliente fue excusa para cerrar los ojos y dejarse invadir por las imágenes: los labios, las risas, el hotel. No se tocó al principio, se resistió. Pero la electricidad la dobló desde adentro. Se acarició como si fuera otra piel, un gesto rápido, contenido, pero suficiente para recordarse que estaba más viva que nunca. Se detuvo antes de llegar al límite, como si guardar el hambre fuera también una forma de poder.
El viernes, en plena reunión con su equipo, los números que proyectaban en la pantalla se desdibujaron. Los gráficos eran apenas trazos, líneas ascendentes y descendentes que se le antojaban la metáfora exacta de su propia vida: éxito y deseo, vértigo y calma. Habló con firmeza, convenció a todos, cerró la junta en victoria. Pero en su cabeza seguía una sola frase: quiero más.
No quería divorciarse. No quería huir. No quería perder nada. Lo que deseaba era exactamente lo contrario: poseerlo todo.
El sábado, por la mañana, despertó temprano. Ernesto dormía aún, abrazado a la almohada. Gala se levantó sin hacer ruido, caminó hasta el espejo de cuerpo entero en el vestidor y se quedó mirándose.
Ahí estaba: su reflejo con el cabello suelto, los hombros desnudos bajo la seda del camisón, la mirada clara y desafiante. No era culpa lo que veía. Era hambre. Era poder. Era la certeza de que estaba jugando un juego peligroso, pero que sabía las reglas mejor que nadie.
Se acercó al espejo, lo bastante como para sentir su propio aliento rebotar en el vidrio. Se sonrió a sí misma con esa sonrisa que siempre había reservado para los momentos de mayor triunfo.
—¿Soy mala? —susurró, apenas audible.
La pregunta flotó en el aire unos segundos, pero no necesitó respuesta. La sonrisa se hizo más amplia.
No soy mala. Soy peligrosa. Y es distinto.
Se pasó una mano por el cuello, bajando lentamente por el escote, como si en ese reflejo pudiera besarse a sí misma. Cerró los ojos y se imaginó besándole las ambiciones a Adrián, perdiéndose en ese fuego que no sabía apagarse.
La electricidad la recorrió entera, como un relámpago sin trueno. Cuando abrió los ojos, supo que había cruzado otra frontera: la de no volver a negarse el deseo.
Ya no se trataba de lo que había pasado en un hotel. Se trataba de lo que vendría después.
Y Gala, mirándose en el espejo, se reconoció invencible.