La mesa estaba puesta con una precisión que solo Ileana podía permitirse. Copas alineadas, platos hondos sobre los llanos, servilletas de lino cuidadosamente dobladas como si fueran emblemas de algún club privado. El olor del vino recién descorchado llenaba la sala antes incluso de que llegaran los invitados.
—Que se note que aquí todavía hay civilización —dijo Ileana, mirando satisfecha la distribución de las velas.
Sara fue la primera en llegar, con su risa a medio camino entre complicidad y burla. Traía una botella de mezcal artesanal que colocó en la mesa como quien lanza un reto.
—Para que esto no sea tan perfecto —comentó—. Que luego parece misa.
Mariana llegó después, impecable, el cabello suelto cayendo sobre un vestido negro que parecía sencillo, pero que se notaba estudiado hasta el último detalle. Sonrió al entrar, como si la sonrisa fuera la clave para ser aceptada. A su lado, Adrián, seguro y elegante, con esa aura de quien sabe que todo espacio le pertenece sin pedir permiso.
Gala y Ernesto fueron los últimos en aparecer. Ernesto cargaba una caja con postres, serio, contenido, saludando con cortesía, mientras Gala, con un vestido rojo que parecía brillar bajo la luz de las lámparas, ocupaba el espacio como si fuese suyo por derecho natural.
El aire se tensó desde el primer cruce de miradas. Nadie lo dijo, nadie lo señaló, pero entre Gala y Adrián hubo ese segundo más de reconocimiento. Apenas un gesto, apenas nada. Pero era suficiente.
La cena comenzó entre risas, comentarios de trabajo y alguna crítica velada. Ileana, como siempre, ocupó el rol de directora de orquesta, guiando la conversación hacia donde se sentía más cómoda.
—¿Se dieron cuenta de la cantidad de divorcios este año? —dijo con una media sonrisa, mientras servía el primer plato—. Al parecer, la fidelidad está en peligro de extinción.
—O en evolución —replicó Sara, con tono travieso—. Tal vez lo que se extingue es la fidelidad entendida como sacrificio.
Mariana arqueó una ceja, incómoda.
—Yo creo que si hay amor de verdad, las tentaciones ni siquiera cuentan.
Adrián rió, un poco más fuerte de lo normal.
—Claro, en teoría. Pero la tentación es justamente la medida de cuánto control tenemos.
Gala no dijo nada, solo bebió un sorbo de vino. Pero la frase la atravesó como un destello. ¿Control? Ella sabía que no se trataba de control, sino de fuego.
La conversación avanzó hacia temas más ligeros: viajes, anécdotas de trabajo, chismes de conocidos en común. Ileana lanzó sus dardos habituales:
—¿Vieron a Laura en la boda del sábado? Ese vestido parecía comprado en rebaja. No sé si era boda o un carnaval de pueblo.
Todos rieron, menos Ernesto, que sonrió apenas, ocupado con el celular bajo la mesa. Gala lo notó, pero no dijo nada. Lo había visto tantas veces abstraído, como si el mundo a su alrededor pudiera esperar.
Mientras tanto, Adrián aprovechó un movimiento inocente para rozar la mano de Gala al pasarle la botella de vino. Fue un contacto de menos de un segundo, pero la electricidad fue tan intensa que Gala tuvo que contener la respiración.
Sara, siempre atenta al drama invisible, los miró de reojo. No dijo nada, pero su sonrisa adquirió un matiz más afilado.
El segundo plato llegó, y con él, el inevitable juego de preguntas de Sara.
—Venga, ustedes ya saben cómo funciona esto. Una ronda de verdades incómodas. —Se inclinó hacia adelante, sus ojos brillando—. ¿Cuál ha sido el momento en que más se han sentido tentados a hacer algo que sabían que no debían?
La mesa se llenó de risas nerviosas. Ernesto levantó la mano primero.
—Cuando pensé en renunciar de golpe a mi trabajo, sin plan B. Pero luego me contuve.
—Qué aburrido —rió Ileana.
—Yo casi compro un coche deportivo que no necesitaba —dijo Adrián, con su sonrisa perfecta—. Fue un momento de debilidad.
Gala lo miró desde su copa de vino. No era un coche lo que había querido, y lo sabían los dos.
Mariana se acomodó en su silla.
—Yo… pensé en aceptar un puesto fuera del país. Pero Adrián me convenció de que no era el momento.
Hubo un silencio breve, denso. Gala sintió cómo se le erizaba la piel. No era el momento. Esa frase la perseguía a ella también, pero en un contexto muy distinto.
Sara, disfrutando del filo de la incomodidad, cerró la ronda con una carcajada.
—Yo he estado tentada a decirle a más de uno lo que realmente pienso de su matrimonio. Pero me he contenido.
Las carcajadas estallaron, pero el eco de las palabras quedó suspendido como humo.
Con el postre llegaron los comentarios más ligeros. Hablaron de series, de restaurantes nuevos, de dietas imposibles. Todo parecía relajarse, y sin embargo, bajo la superficie, los cuerpos seguían tensos.
Adrián contó una anécdota graciosa sobre un cliente imposible. Gala rió más de lo debido, inclinándose hacia adelante. Ernesto levantó la vista apenas un segundo, y luego volvió a su celular. Mariana posó una mano en el brazo de Adrián, pero él no se movió, como si no hubiera registrado el gesto.
Gala sintió el roce de la rodilla de Adrián contra la suya bajo la mesa. No lo retiró. Nadie más lo notó. Pero en ese instante, supo que la tensión era insoportable.
La noche terminó con la cordialidad de siempre. Abrazos, agradecimientos, promesas de volver a reunirse pronto. Ernesto se ofreció a manejar. Mariana buscaba las llaves en su bolso. Sara bromeaba con Ileana en la puerta.
Y en medio de todo, Gala y Adrián cruzaron una última mirada. Una mirada que duró demasiado, que dijo demasiado, que quemó demasiado.
Nadie lo mencionó. Nadie lo señaló. Pero todos, de algún modo, lo sintieron en el aire.
El aire estaba cargado. Y nadie podía nombrarlo.