El ascensor se detuvo en el piso diecisiete con un leve zumbido. Gala respiró hondo, ajustó la chaqueta blanca que contrastaba con su vestido entallado y se miró en el reflejo de las puertas metálicas. No era vanidad, era estrategia: cada detalle contaba, desde el tono del labial hasta el brillo del reloj en su muñeca. Ese día se jugaba un contrato que podía catapultar a su equipo a la liga mayor.
El salón estaba preparado: mesa larga, proyector encendido, carpetas cuidadosamente alineadas. Los directivos del cliente ya estaban sentados, hombres de mediana edad con la mirada calculadora de quienes están acostumbrados a escuchar cifras sin escuchar realmente a las personas. Gala sabía lo que pensaban: a ver qué puede ofrecernos esta mujer.
No los culpaba. Los iba a destruir con elegancia.
—Buenos días —dijo, tomando la palabra antes de que alguno intentara interrumpirla—. No voy a hacerlos perder el tiempo con presentaciones largas. Estamos aquí porque necesitan una estrategia que no solo resuelva su presente, sino que los posicione cinco años adelante.
El tono fue seguro, firme, sin titubeos. Cada diapositiva aparecía al ritmo de sus palabras; cada dato caía con precisión quirúrgica. Uno de los directivos intentó interrumpirla con un comentario cínico, pero ella lo desarmó con cifras que él mismo había publicado en una entrevista meses atrás. Risas contenidas recorrieron la mesa. El hombre calló.
Gala no solo estaba hablando de negocios. Estaba imponiendo territorio.
Desde el fondo de la sala, Adrián la observaba. Había llegado con la excusa de revisar una negociación paralela, pero en cuanto la vio entrar entendió que no iba a apartar los ojos. La vio plantarse frente a ese ejército de trajes oscuros y manejarlos como si fueran piezas de ajedrez. Ninguno se atrevía a respirar demasiado fuerte mientras ella hablaba.
Y él, sentado a unos metros, sintió algo que no había previsto: un estremecimiento en la piel.
Así es ella, pensó. Esto es lo que siempre imaginé: fuego contenido, un filo dorado que corta y seduce al mismo tiempo.
Cuando la reunión terminó, los directivos no tuvieron más que rendirse. “Estamos listos para firmar”, dijo el de mayor rango, con la sonrisa resignada de quien sabe que lo han vencido sin violencia.
Gala sonrió apenas, sabiendo que la victoria estaba consumada.
No buscó a Adrián con la mirada. No lo necesitaba. Sabía que él la había visto.
Horas más tarde, la situación se invirtió.
El comité de inversiones era conocido por su brutalidad. Preguntas tramposas, actitudes despectivas, un juego de poder constante. Adrián estaba en su terreno. Entró con la seguridad de quien no pide permiso: traje azul oscuro, corbata perfectamente anudada, la sonrisa exacta para parecer cercano sin ser débil.
Gala había decidido quedarse al fondo, como observadora silenciosa. Quería ver cómo Adrián se movía en la arena.
Y lo vio.
Él hablaba con pausas medidas, como quien lanza anzuelos y deja que los otros se acerquen por su propia voluntad. No respondía a las provocaciones, las convertía en bromas que arrancaban risas. Cada objeción, cada intento de desacreditarlo, terminaba funcionando a su favor. Cuando uno de los inversionistas le lanzó un ataque directo, Adrián no replicó con cifras: lo hizo con una historia personal que envolvía emoción y negocio al mismo tiempo.
Al terminar, el comité no solo estaba convencido, estaba entusiasmado. Se habían olvidado de que habían entrado dispuestos a derrotarlo.
Gala lo miró en silencio, y solo pudo pensar: a donde me lleves y como me lleves, estoy dentro.
Ese pensamiento la sacudió. No era una frase improvisada. Era una rendición íntima.
La jornada terminó, pero ninguno de los dos se liberó de las imágenes del día.
Gala, en el baño de su oficina, se miraba al espejo mientras retocaba el labial. Recordaba cómo Adrián había usado el silencio como arma, cómo había domado a un grupo de hombres que parecían toros salvajes. Sintió un calor en el estómago, una corriente eléctrica que la atravesaba sin permiso.
No era deseo carnal únicamente; era deseo de poder compartido. La fascinación de ver a alguien que podía estar a su altura, que no se doblegaba, que no la necesitaba… y que, justamente por eso, la volvía loca.
¿Cómo sería estar a su lado de verdad?
Se estremeció, sonrió ante su propio reflejo y volvió a su escritorio.
Adrián, mientras conducía de regreso a casa, no podía dejar de reproducir la imagen de Gala dominando la sala de juntas. La manera en que había hecho callar a ese directivo soberbio, la seguridad en su voz, la luz en sus ojos. No era solo una mujer exitosa; era la encarnación del fuego.
Eso quiero a mi lado, pensó. Alguien que incendie la sala conmigo. Alguien que me rete. Alguien que no se apague.
El volante temblaba bajo sus manos. Lo sabía: ya no podía engañarse con la idea de que esto era un capricho pasajero. Ella lo había conquistado sin siquiera buscarlo.
La pregunta ya no era si debía resistirse, sino cuánto tiempo podía hacerlo.
Esa noche, en casas distintas, se repitió el mismo ritual.
Gala sirvió una copa de vino mientras Ernesto veía un partido en la televisión. Se sentó en el sillón, fingiendo interés en el marcador, pero su mente estaba en otro lugar: en la sala de juntas, en el comité, en las miradas cruzadas que habían sido cuchillas y caricias al mismo tiempo.
Adrián, en su estudio, fingía leer informes mientras sus pensamientos eran un torbellino. En cada cifra veía el rostro de Gala; en cada gráfico, la curva de su sonrisa.
Ambos intentaban normalizar la noche, pero la normalidad era ya imposible.
Al día siguiente, la electricidad seguía ahí. Gala se sorprendió revisando su celular más de lo habitual, esperando un mensaje que no llegaba. Adrián se descubrió mirando al vacío en medio de una reunión, recordando cómo había brillado ella.