El filo dorado de tus sueños

Sentido

La madrugada caía sobre la ciudad como un velo de cristal. Luces dispersas titilaban en los edificios, autos silenciosos recorrían avenidas medio vacías. En dos hogares distintos, dos cuerpos se movían inquietos en camas separadas, bajo techos distintos, pero con una misma pregunta horadándoles la mente.

¿Qué significa realmente la monogamia si nunca había sentido esto?

Gala

La casa dormía. Ernesto roncaba suavemente, su respiración tranquila era un compás seguro. En la habitación contigua, las niñas respiraban en el sueño profundo de la infancia, ese que ni las tormentas logran perturbar. Todo estaba en orden. Todo era perfecto.

Y aun así, Gala tenía los ojos abiertos.

Su cabeza repasaba las escenas del día con una nitidez casi cruel: el comité de Adrián, la sala de juntas propia, las miradas fugaces en los pasillos. Cada recuerdo era como una chispa en la piel. No era simple atracción física, no era la fantasía vacía de escapar de su vida. No. Ella lo sabía. Era otra cosa.

Ernesto no le faltaba. En la cama, la complicidad era real: lo conocía, lo disfrutaba, su cuerpo respondía al suyo con facilidad. Y fuera de la cama, había ternura, había solidez, había una vida tejida con hilos seguros. Nada en su matrimonio era un fracaso. Todo funcionaba.

Pero entonces, ¿por qué la idea de Adrián la mantenía despierta como si un relámpago le atravesara el pecho?

Lo pensó sin suavizarse: quizá la monogamia nunca fue diseñada para contener lo que estoy sintiendo.

El concepto de exclusividad se le antojaba como un molde de hierro. Un molde que encajaba bien cuando no había aparecido nada que lo pusiera a prueba. Sí, había amor, había deseo, había vida en su matrimonio. Pero lo de Adrián era otra frecuencia. No reemplazaba lo que tenía con Ernesto, no lo negaba, no lo minimizaba. Era algo más.

Se sentía peligrosa solo de pensarlo.

Cerró los ojos y se preguntó:
¿Soy mala mujer por querer más? ¿Soy peligrosa por imaginar qué pasaría si me dejo llevar?

El deseo le subía por la piel como un perfume invisible. Quería que la tocara, sí, pero también quería que la retara, que la incendiara, que la llevara a lugares que jamás había visitado. No porque Ernesto no pudiera, sino porque Adrián era otra clase de fuego.

¿Y si la monogamia no es amor, sino control social? pensó. ¿Y si ser fiel es no mentirle al deseo, no negarlo, sino reconocerlo y saber qué hacer con él?

Ese pensamiento la excitó y la aterrorizó al mismo tiempo.

Gala apretó la sábana entre los dedos. La idea de besarlo, de fundirse con él, la hacía sentirse invencible y culpable en el mismo instante. Y la paradoja era tan brutal que casi la hacía reír.

No era que quisiera dejar a Ernesto. No era que su vida estuviera vacía. Era precisamente lo contrario: lo tenía todo. Y aun así, quería más.

Adrián

En su departamento, Adrián caminaba de un lado a otro con un vaso de whisky en la mano. Mariana ya se había ido a dormir, después de discutir brevemente sobre un viaje que él pospondría por trabajo. Su celular descansaba en el escritorio, boca abajo, como si supiera que ahí latía la tentación de escribirle.

Él también lo tenía todo. Una mujer brillante, atractiva, capaz de sostener una conversación en cualquier mesa. Negocios en expansión, reputación intacta, la certeza de que, en casi cualquier escenario, su palabra tenía peso.

Y sin embargo, no podía borrar la imagen de Gala poniéndose en pie frente a esos hombres, arrancándoles respeto sin pedirlo. Esa escena lo perseguía como una obsesión.

Se sentó, se pasó las manos por el cabello, respiró hondo.

¿Qué significa la monogamia si nunca había sentido esto?

La pregunta le ardía en el estómago. Había tenido tentaciones antes: mujeres hermosas, inteligentes, disponibles. Nunca le faltaron. Pero jamás lo habían puesto contra la pared de sí mismo. Nunca le habían hecho pensar que su vida entera podía estar incompleta aunque en apariencia estuviera llena.

Adrián era egocéntrico, orgulloso, amante del control. Y sin embargo, con Gala se sentía vulnerable. No vulnerable en el sentido débil: vulnerable como quien se expone a un fuego demasiado parecido al suyo.

Le dolía pensar en Mariana. No era una mala esposa. Tenía su carácter, sus demandas, pero lo quería, lo acompañaba. ¿Por qué entonces se sentía capaz de traicionar no solo a ella, sino a la versión de sí mismo que siempre había defendido como íntegra?

Se respondió con brutalidad: porque nunca había sentido esto, y ahora lo sé.

Y entonces, en la mente, la palabra “monogamia” se desarmaba.
¿Era fidelidad a Mariana o era fidelidad a sí mismo?
¿Era amor a su vida actual o miedo a perderla?
¿Era ética, o era costumbre?

Se sirvió otro trago. El líquido bajó como fuego.

Se imaginó a Gala, igual de despierta que él, pensando en lo mismo. Se la imaginó en la cama, en silencio, preguntándose si él también estaba ardiendo. Y esa fantasía, ese espejo imaginado, lo hizo sonreír con desesperación.

Esa noche, en casas separadas, dos cuerpos tensos se preguntaron lo mismo sin saberlo:

¿Y si la monogamia no significa negarme lo que deseo? ¿Y si el verdadero pecado es no atreverme a vivir lo que nunca había sentido?

Las horas pasaron lentas, cargadas de electricidad. Ninguno durmió bien. Ambos despertaron con ojeras, pero con una energía febril que ningún café explicó.

El mundo exterior los vería igual: responsables, exitosos, padres de familia, profesionales respetados.
Pero por dentro ya no eran los mismos.

Habían visto el filo invisible de un deseo que no se podía domar.
Y una pregunta seguía ardiendo, implacable:

¿Qué significa realmente la monogamia si nunca había sentido esto?




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