La cena estaba servida en casa de Sara. Esa mezcla suya de ironía y hospitalidad volvía cada reunión un campo minado disfrazado de risas. El vino corría, la música flotaba discreta, y la conversación se deslizaba por el filo entre lo trivial y lo incómodo.
Ileana lanzaba sus comentarios clasistas con la naturalidad de siempre. Ernesto escuchaba sin meterse demasiado, Mariana sonreía, aunque a ratos se refugiaba en el celular. Gala y Adrián se habían sentado en extremos opuestos de la mesa, como si supieran que era la única manera de mantener el orden de las cosas.
Pero las miradas viajaban. Una palabra dicha en tono de broma encontraba eco en el otro. Un gesto, un giro de cabeza, se sentía más personal de lo que debía.
—Vamos a jugar —anunció Sara, con esa sonrisa que anunciaba dinamita—. Todos respondan: ¿cuál es el límite de la fidelidad? ¿Pensar, sentir, o hacer?
Las carcajadas cubrieron el silencio denso que dejó la pregunta. Ernesto dijo algo sobre la importancia de la confianza, Ileana lo convirtió en un chiste ácido, Mariana esquivó con elegancia. Gala bebió un sorbo de vino y contestó con calma:
—El límite depende de la conciencia de cada uno. Hay cosas que no necesitan tocarse para sentirse igual de intensas.
Adrián sostuvo su copa en el aire. —O más —dijo. Y la frase, aparentemente inocente, encendió un circuito invisible entre ambos.
La conversación siguió, pero la atmósfera cambió. A cada minuto, la distancia física se volvía más insoportable. Una excusa para levantarse, para ayudar con el postre, los dejó juntos en la cocina. Nadie parecía prestarles atención.
—Eres peligrosa cuando hablas así —susurró él, demasiado cerca.
—Y tú cuando escuchas —respondió ella, con la misma sonrisa que usaba en las juntas, pero con los ojos encendidos.
El roce fue mínimo al principio: una mano que se rozó con otra al pasar un plato, un cuerpo que se inclinó más de lo necesario. Hasta que, inevitablemente, los labios se encontraron. Fue un beso rápido, feroz, más mordida que caricia. La chispa los atravesó como un relámpago.
Un ruido en el pasillo los obligó a separarse. El latido en las sienes, la respiración contenida, los ojos buscando cualquier excusa para justificar el temblor en las manos. Volvieron a la mesa con la compostura intacta, como si nada hubiera pasado.
La cena terminó entre bromas y planes de futuras reuniones. Afuera, la noche era húmeda, espesa. Adrián se ofreció a llevar a Gala, pero ella, con una sonrisa que solo él entendió, dijo que Ernesto ya lo haría. La despedida fue un teatro perfecto: abrazos, besos en la mejilla, un “cuídate mucho” que pesaba más de lo permitido.
En casa, Gala se desvistió despacio, aún con el sabor de Adrián en los labios. Ernesto se quedó dormido en el sillón, agotado. Ella tomó el celular y lo dejó en la mesita, intentando convencerse de que no lo tocaría.
El mensaje llegó pasados quince minutos:
Adrián:
Si alguna vez dudamos, esta noche me lo dejó claro. Necesito verte. No para un café, no para hablar..
Gala lo leyó una vez, luego otra. El pulso le temblaba.
Respondió después de eternos segundos:
Gala:
Ya no hay vuelta atrás, ¿verdad?
La respuesta no tardó:
Adrián:
Nunca la hubo. La pregunta es cuándo y dónde.
Ella apagó el celular, se metió a la cama y cerró los ojos. El cuerpo le ardía, no de culpa, sino de deseo contenido. Lo único claro era que el filo ya estaba cruzado.