El reloj de Gala marcaba las siete de la noche. No había ninguna junta pendiente, ningún compromiso familiar. Ernesto había salido de viaje por lo que al niñera estaba de tiempo completo. Era el pretexto perfecto y, al mismo tiempo, la ausencia de cualquier excusa. Gala eligió el vestido con la misma precisión con la que armaba sus presentaciones de negocios: seda negra, corte limpio, espalda descubierta. Perfume en los puntos exactos. El cabello suelto, con esa naturalidad estudiada que en realidad llevaba veinte minutos de espejo.
El mensaje llegó puntual:
Adrián:
Suite 1407. No traigas nada más que a ti misma.
Gala sonrió. Había reservado el mejor hotel de la ciudad, uno de esos en los que cada detalle parecía diseñado para que el lujo se confundiera con pecado.
El ascensor la llevó en silencio, pero dentro de ella era todo ruido: su respiración acelerada, el pulso marcando tambores en la garganta. Cuando la puerta de la suite se abrió, Adrián estaba esperándola. Traje oscuro, corbata floja, copa de whisky en la mano.
No hubo palabras de saludo, apenas un instante para contemplarse. Ella dejó el bolso en la mesa y se acercó.
El primer beso fue lento, como si ambos quisieran saborear la espera que habían cultivado durante semanas. Después, todo se volvió hambre. Adrián la tomó por la cintura, Gala enredó los dedos en su cabello y los cuerpos se pegaron con violencia controlada.
El vestido se deslizó por la piel de Gala como agua, revelando la silueta que él ya había imaginado mil veces. Adrián se quitó la chaqueta y la lanzó a un lado. El crujir de la seda, el golpe seco de la copa vacía en la mesa, el roce de los cuerpos buscando cada rincón: la habitación se convirtió en un incendio.
—Sabía que sería así —susurró él, entre besos en su cuello.
—Yo también. Y aun así me sorprende.
Se tumbaron en la cama amplia, las sábanas de lino arrugándose bajo el peso de los movimientos. Las manos de Adrián exploraban con la precisión de alguien que no busca, sino que reclama lo que siente suyo. Gala respondía con la misma intensidad: uñas, mordidas, gemidos ahogados.
No había culpa, no había freno. Solo poder. Poder en la forma en que ella lo montaba, en la manera en que él la sujetaba para no dejarla escapar, en los cuerpos que se rendían y se retaban al mismo tiempo.
Las horas pasaron sin que lo notaran. Entre sorbos de vino, pausas para mirarse desnudos a los ojos, y nuevas oleadas de deseo, la noche se volvió un territorio sin relojes.
En un momento, Gala se levantó y caminó hacia la ventana, desnuda, con la ciudad extendida a sus pies. Adrián la siguió, abrazándola desde atrás.
—Mira —dijo ella, con voz ronca—. Todo esto parece nuestro.
—Lo es —contestó él—. Aunque sea por esta noche, el mundo es nuestro.
Se besaron de nuevo, más suaves, más profundos, como si ya no quedara nada por conquistar y solo importara prolongar la sensación.Gala recogió el vestido del suelo, Adrián le alcanzó la copa que aún tenía whisky.
—¿Qué sigue? —preguntó él, sin disfrazar la intensidad de su mirada.
—Lo que queramos —dijo ella, con una sonrisa peligrosa.
Se besaron una última vez, esta vez con calma, como un pacto.
En casa, un par de horas después, Gala se acostó en su cama. Ernesto y las niñas regresarían al día siguiente. Encendió el celular y encontró el mensaje de Adrián:
Adrián:
No me arrepiento de nada. Nunca pensé que contenerme tanto sería lo difícil.
Gala lo leyó tres veces, con el cuerpo aún vibrando. Respondió solo:
Gala:
Somos adultos. Nada pasó, todo pasó.
Apagó la pantalla y sonrió. El filo ya no era filo: era un fuego abierto que nadie podría apagar.