El café humeaba sobre la mesa de madera clara. Sara lo había elegido a propósito: un lugar pequeño, casi escondido, de esos que parecían improvisados pero tenían una lista de espera de semanas. Adrián llegó puntual, impecable como siempre, con esa seguridad que parecía tatuada en su manera de caminar.
—Vaya, vaya —dijo Sara en cuanto lo vio—. Alguien viene con más brillo que el sol.
Adrián arqueó una ceja, se inclinó para saludarla y sonrió.
—Siempre tan exagerada.
—Exagerada, no. Observadora, sí. Uno nota cuando alguien anda con el ego vitaminado.
Pidieron sin mucho preámbulo: huevos estrellados para él, pan francés para ella, jugo de naranja y dos cafés negros. El mesero se fue y Sara lo miró con esa sonrisa suya, mitad cómplice, mitad peligrosa.
—¿Y bien? —preguntó, removiendo distraídamente el azúcar en su taza—. ¿Qué anda pasando en tu vida que no quieras contarme?
Adrián soltó una risa breve.
—Trabajo. Mucho trabajo.
—Ajá. Porque el trabajo siempre deja esa cara de “me sé un secreto que no puedo decir en voz alta”.
El comentario flotó unos segundos. Adrián bebió un sorbo de café, sosteniendo la mirada. No iba a regalarle una confesión tan fácil. Pero el simple hecho de que Sara lo insinuara le encendió algo dentro, una alarma mezclada con orgullo.
La comida llegó, y con ella la rutina del cuchillo contra la porcelana, las migajas en el mantel. Sara probó un bocado y luego, como quien lanza una piedra a un lago tranquilo, preguntó:
—¿Crees en la fidelidad absoluta?
Adrián casi deja caer el tenedor.
—Vaya pregunta para un desayuno.
—Pues los desayunos son más sinceros que las cenas. No hay vino para disfrazar las respuestas. —Le dio un sorbo a su café—. Además, tú eres de los que creen tener respuestas para todo.
Él apoyó el tenedor, exhaló despacio.
—Creo en la lealtad.
—Qué conveniente. No dije lealtad, dije fidelidad.
Adrián la miró en silencio, como midiendo si entrar en ese terreno o no. Finalmente, sonrió con suficiencia.
—La fidelidad es un acuerdo. La lealtad es una esencia. Yo no traiciono mi esencia.
Sara chasqueó la lengua.
—Eso suena a respuesta de alguien que ya negoció los límites del acuerdo.
Él rió, pero por dentro ardía. ¿Hasta qué punto podía sostener la máscara sin que se le notara?
Hablaron después de negocios, de proyectos, de conocidos en común. Pero cada tanto, Sara regresaba al filo.
—¿Sabes qué me impresiona de ti? —dijo, empujando el plato a un lado—. Que incluso cuando estás en calma, pareces a punto de incendiarlo todo. Como si tu paz fuera solo una fachada bien pulida.
Adrián no contestó. Ese era exactamente el punto que lo desvelaba por las noches: la fachada, lo intocable de su reputación, lo perfecto de su vida frente a los demás… y ese fuego interno que cada día pedía más.
—Sara… —dijo al fin, apoyando los codos en la mesa—. Hay cosas que no se dicen.
Ella sonrió, divertida.
—Y cosas que se notan, aunque no se digan.
El silencio se volvió denso. Entre ellos había siempre chispazos de complicidad, pero ahora Sara estaba jugando a empujarlo contra la pared sin necesidad de mencionar nombres.
Cuando la cuenta llegó, Adrián la tomó antes que ella pudiera alcanzarla. Pagó, como un gesto automático de control. Al levantarse, Sara se inclinó un poco hacia él y susurró:
—Solo recuerda: el poder y el deseo nunca saben quedarse callados. O los controlas, o hablan por ti.
Adrián salió con ella al sol de media mañana, el corazón golpeándole con más fuerza de la que admitiría. Caminó hacia su auto con el paso firme, pero dentro se repetía esas palabras. Control. Deseo. Poder. ¿Hasta cuándo podría contener lo inevitable?
Ese día en la oficina, cada vez que abría un documento o atendía una llamada, la mente se le iba hacia el filo de esa conversación. Y la pregunta, martillando como un eco implacable:
¿Qué significa realmente la fidelidad cuando nunca antes había sentido algo así?