El restaurante estaba vestido de luz tenue, con ventanales que dejaban entrar el sol de la mañana y hacían brillar las copas aún vacías. Sara había elegido el lugar, como siempre: un sitio elegante, pero con ese aire de intimidad que convertía cualquier encuentro en confesión.
Gala llegó puntual, impecable en un vestido beige que resaltaba su porte. Ileana ya estaba instalada, hojeando el menú con la seguridad de quien sabe que siempre será servida primero. Mariana apareció unos minutos después, sencilla, con esa calma suya que podía confundirse con conformismo. Y, como un reloj de precisión, Sara entró última, con gafas oscuras y una sonrisa que prometía dinamita.
—Ya estamos todas —anunció, quitándose los lentes—. Que empiece la misa de domingo.
Todas rieron, aunque la risa de Gala fue breve, contenida. Sabía que esas reuniones eran peligrosas: no porque alguien supiera, sino porque los silencios a veces delataban más que las palabras.
Pidieron café, jugo verde y pan dulce. La charla comenzó ligera, con Ileana contando cómo había cancelado una cita con un hombre porque llegó en un auto demasiado modesto.
—Es que la mediocridad, queridas, es agotadora —dijo, y Sara casi se atragantó de la risa.
—Tú no buscas pareja, Ileana. Buscas un patrocinador de tu extravagancia.
La mesa se sacudió en carcajadas. Mariana sonrió también, discreta, removiendo su café como si no quisiera llamar la atención.
La primera descarga vino de Sara, como era costumbre.
—A ver, vamos a ponerle picante a esto —dijo, inclinándose hacia adelante—. Si tuvieran que elegir entre poder, amor o libertad, ¿qué escogerían?
Ileana no dudó:
—Libertad. El poder es prestado y el amor… es negociable.
Sara la aplaudió teatralmente.
—Esa es mi Ileana, siempre tan pragmática.
Mariana levantó la mirada.
—Yo diría amor. Con amor lo demás se acomoda.
El silencio cayó unos segundos. Gala la observó, sintiendo el peso de esa palabra como una herida invisible. Mariana hablaba de amor con esa sencillez confiada, y Gala no podía evitar pensar en lo que había hecho con Adrián, en cómo esa palabra podía tambalear si alguna vez la verdad se filtraba.
Sara sonrió, como oliendo sangre.
—¿Y tú, Gala?
Ella sostuvo la taza entre las manos, como si el calor le diera contención.
—Yo elijo… poder. Sin poder, ni el amor ni la libertad se sostienen.
La frase flotó cargada. Mariana asintió, sin sospechar la electricidad detrás de esas palabras. Ileana chasqueó la lengua y sonrió.
—Eso, querida. Por fin alguien que lo dice sin miedo.
La charla siguió entre anécdotas y confidencias. Ileana, con su tono altivo, habló de un empresario con el que había salido y que la aburrió a los veinte minutos. Sara la interrumpía con ironías. Gala escuchaba a medias, su mente girando hacia la manera en que Adrián la había mirado aquella noche, hacia ese beso que había desatado un incendio interno que no se apagaba.
Mariana, ajena, habló de Adrián con una naturalidad que a Gala le desgarraba los nervios.
—Es brillante en lo que hace, aunque sí, muy suyo, muy en su mundo. A veces siento que siempre está un paso adelante, pero… bueno, así es él.
Sara la miró con interés.
—¿Y no te pesa? Digo, compartir la vida con alguien tan centrado en sí mismo.
Mariana sonrió con una dulzura que desarmaba.
—Lo conozco. Sé sus luces y sus sombras. Yo decidí estar ahí.
Gala bebió un sorbo largo de café para evitar que se le notara el temblor en las manos. Cada palabra de Mariana era un espejo incómodo, un recordatorio de que ella estaba atravesando un límite que, en apariencia, nadie más veía.
El desayuno avanzó entre platos y confidencias. Sara, como siempre, no dejó escapar la oportunidad de incomodar.
—Última ronda de preguntas, damas. Sean honestas: ¿qué es lo más prohibido que han deseado alguna vez?
Ileana sonrió con picardía.
—Un ministro casado. Y no lo obtuve solo porque no quise.
Sara alzó las cejas, satisfecha con la respuesta.
—Y tú, Mariana.
Ella pensó un segundo.
—Nada que valga la pena mencionar. No creo en andar deseando lo que no me pertenece.
La frase se clavó como aguja en el pecho de Gala. Sara la miró con esa sonrisa peligrosa, y entonces lanzó la estocada final:
—¿Y tú, Gala?
El aire pareció detenerse. Ella sostuvo la mirada de Sara y sonrió con calma, aunque por dentro ardía.
—Ser Presidenta del país
Sara soltó una carcajada que rompió la tensión pero sabía que esa era una evasión peligrosa. Ileana comentó algo sobre la exageración de las sagitarianas, y Mariana sonrió, convencida de que todo era un juego.
Pero Gala sabía que no quería jugar . Era un secreto demasiado vivo, demasiado eléctrico, que ahora la acompañaría a cada desayuno, cada cena, cada encuentro social.
Cuando salieron del restaurante, cada una tomó su rumbo. Gala caminó hacia su auto con el corazón golpeando fuerte. Mariana le había parecido tan presente, tan serena, tan ajena… y eso lo hacía aún más insoportable.
Encendió el motor y, mientras el tráfico la envolvía, pensó en lo que Sara había dicho: “el poder y el deseo nunca saben quedarse en silencio.”
Lo sabía. Lo sentía en la piel. Y ese silencio era lo más ensordecedor de todo.