El hotel estaba vestido de alfombra gruesa, luces doradas y espejos altos que multiplicaban los movimientos de quienes iban entrando. Una de esas recepciones empresariales donde el poder no se anunciaba, se insinuaba en relojes discretos, zapatos lustrados y copas de vino servidas sin pedirlas. Gala avanzaba con paso firme, el vestido negro abrazando su figura con sobriedad, el cabello suelto, los labios en un rojo preciso. Era la encarnación de lo que tanto había trabajado: poder, control y un magnetismo imposible de ignorar.
Lo último que esperaba era verlo ahí.
Adrián estaba de pie junto a un grupo de hombres de traje, hablando con las manos en los bolsillos, la voz grave y segura, inclinando la cabeza justo lo necesario para marcar dominio sin parecer arrogante. Gala lo reconoció en seguida: esa aura que parecía exigir espacio, esa manera de estar que hacía que los demás orbitaran alrededor de él sin darse cuenta.
Por un instante, se detuvo. Se dijo a sí misma que no pasaba nada, que podían coincidir en un mismo evento sin que el universo temblara. Y, sin embargo, lo sintió en la piel: el temblor sí estaba.
Él la vio. Y fue como si el tiempo se contrajera. Sonrió apenas, una mueca sutil, suficiente para que la electricidad se disparara entre los dos.
Se acercaron como si no hubiera alternativa.
—No sabía que estarías aquí —dijo ella, fingiendo sorpresa.
—Yo tampoco sabía que te invitarían —respondió, con esa calma peligrosa que la desarmaba.
Hablaron de trabajo. O eso parecía. Él comentó sobre un proyecto en el que estaba metido, sobre mercados, alianzas, riesgos. Ella respondió con cifras, con logros recientes, con esa seguridad que tanto lo fascinaba. Pero cada palabra tenía doble filo, porque debajo del discurso técnico había un pulso distinto: un mírame, un sabes lo que quiero, un estamos jugando con fuego.
En algún momento, un socio interrumpió. Adrián se excusó, inclinándose hacia ella:
—No te vayas.
La frase no tenía nada de comprometedora. Pero en la voz de él, en el calor de su proximidad, se convirtió en un mandato íntimo. Gala asintió con la copa en la mano, como si hubiera aceptado un pacto secreto.
La noche avanzó entre discursos y risas medidas. Gala brillaba en cada grupo, recibiendo elogios, manejando las conversaciones como si fueran su territorio natural. Adrián, a pocos metros, la observaba mientras conversaba con otros. No podía dejar de mirarla. Y ella lo sabía: sentía la presión ardiente de sus ojos sobre la espalda, sobre el cuello, sobre la curva de su cintura.
Cuando coincidieron en la barra, el aire se volvió más denso.
—¿Estás disfrutando? —preguntó él, con la voz más baja que antes.
—Siempre disfruto cuando gano —dijo ella, inclinándose lo suficiente para que su perfume lo alcanzara.
Él rió por lo bajo. —Eres peligrosa.
—Lo sé.
Un silencio cargado se instaló. Alguien pasó detrás de ellos, pidiendo un whisky. La música ambiental parecía más alta, pero para ellos no existía nada más que ese filo invisible que los acercaba.
—A veces me pregunto… —dijo él, mirando su copa—, qué pasaría si estuviéramos en la misma arena, luchando del mismo lado.
Ella lo miró fijamente.
—Seríamos imparables.
El mundo desapareció.
No fue planeado. No había lugar para planearlo. Fue el cuerpo decidiendo por ellos. Adrián la guió discretamente hacia un pasillo lateral, detrás de los salones principales, donde las luces eran más bajas y las paredes estaban cubiertas de espejos antiguos.
Allí, el fuego no pudo contenerse.
La besó. La besó como si la reconociera de siempre, como si hubiera esperado ese instante con una paciencia imposible. Ella respondió con la misma intensidad, con esa furia contenida que ahora se desbordaba. El choque de sus bocas fue brutal y elegante a la vez, como una danza ensayada en secreto por años.
Sus manos se encontraron, se recorrieron apenas, lo suficiente para incendiar cada línea de piel. El cristal del espejo reflejaba la escena multiplicada: dos cuerpos acercándose con hambre y con miedo, con poder y con entrega.
—No deberíamos… —susurró ella entrecortada.
—Lo sé —respondió él, sin soltarla.
Y volvieron a besarse, más fuerte, como si la prohibición misma los empujara.
Se separaron apenas cuando escucharon pasos lejanos. Ella respiraba agitada, la copa aún en su mano, como un recordatorio ridículo de que seguían en un evento formal.
—Bebe —dijo él, sonriendo—. Necesitas disimular.
Ella bebió un sorbo, tratando de recomponer el gesto. Pero los labios ardían, y la mirada de él era imposible de esquivar.
—Esto no termina aquí —murmuró ella, más para sí misma que para él.
Adrián sonrió, esa sonrisa de lobo que ella conocía tan bien.
—No, Gala. Esto apenas empieza.
Volvieron a la sala como si nada. Ella se integró de nuevo a un grupo de colegas, hablando con naturalidad, mientras la mente seguía palpitando con la memoria de su boca contra la de él. Él estrechaba manos, firmaba acuerdos, proyectaba esa imagen impecable de empresario seguro.
Pero por dentro, los dos ardían.
Gala pensaba: ¿Qué significa realmente la monogamia si nunca había sentido esto?
Adrián pensaba: Si alguien nos mirara ahora mismo, no lo entendería. No sabrían que no es un error, sino destino.
Los espejos del pasillo habían guardado su secreto. Pero el fuego que se habían entregado ya no tenía vuelta atrás.