La casa amanecía como siempre. El ruido metálico de la cafetera, el olor del pan tostado y las voces de las niñas corriendo por el pasillo componían la melodía habitual de la mañana. Ernesto revisaba el cellar con la calma de quien cree que nada en el mundo cambia demasiado rápido. Se acomodaba las gafas, daba un sorbo al café y respondía a las preguntas de las niñas con frases cortas, como quien da cuerda a un reloj que sabe que nunca se detiene.
Gala, entretanto, estaba en su propio escenario. Sonreía, repartía instrucciones, trenzaba un mechón de cabello en la cabeza de la mayor, pedía a la pequeña que se terminara la leche. Todo lo hacía con la precisión de alguien que ha convertido la vida cotidiana en un arte de equilibrio. Nadie lo notaba, pero en su interior había algo distinto: una vibración secreta que no venía del café ni de la prisa. Era la memoria aún caliente de lo que había sucedido la noche anterior en aquella sala de espejos con Adrián.
Ernesto la miraba de reojo y pensaba que su esposa estaba más luminosa que de costumbre. Lo atribuía a los logros laborales, a la adrenalina que le daban sus proyectos, a ese carácter que siempre lo había impresionado aunque nunca terminara de comprender. Nunca imaginó que esa luz se encendía también en otra hoguera.
—Hoy tengo que salir más temprano —dijo Ernesto, dejando la taza en la mesa—. Hay una reunión con un proveedor nuevo, y no quiero llegar tarde.
—Está bien —respondió Gala, sin levantar la vista del plato de la niña.
El tono era neutro, perfecto. No había nada que delatara que su mente, en ese mismo instante, recordaba el roce de una mano en su cintura, un beso robado contra un espejo, la voz grave de Adrián murmurando esto apenas empieza.
En otra parte de la ciudad, Mariana ordenaba los platos del desayuno con un esmero casi mecánico. La cocina estaba impecable, como si el orden externo pudiera compensar el torbellino silencioso que la acompañaba desde hacía semanas. Adrián la había besado esa mañana antes de salir, un beso breve, correcto, como quien cumple un ritual. Ella lo recibió con la misma corrección, pero por dentro algo le pesaba.
Miró el reloj. Él estaría ya en camino a su oficina, probablemente repasando en la mente los puntos de alguna negociación. Adrián era así: primero él, después su mundo. No era un mal esposo, lo sabía. No le faltaba nada en casa: seguridad, estabilidad, incluso muestras de afecto. Pero había un hueco intangible, una especie de soledad que no sabía nombrar, y que tampoco se atrevía a compartir con nadie.
Cuando sus amigas le preguntaban por Adrián, Mariana sonreía y respondía: “Es un gran hombre, un trabajador incansable, un buen padre.” Y no mentía. Pero tampoco decía toda la verdad: que había días en los que sentía que vivía al lado de un muro, fuerte y erguido, pero incapaz de devolverle un eco.
Esa noche, mientras Ernesto y Gala cenaban juntos en la mesa familiar, el contraste se volvió aún más evidente. Él le habló de un nuevo contrato en su empresa, de cómo había logrado convencer a un cliente difícil. Ella lo escuchaba, sonreía, asentía. En apariencia, todo era normal. Incluso se levantó a servirle más vino, con esa ternura que en otro tiempo había sido espontánea y ahora era parte del guion compartido.
—Me alegra que las cosas vayan bien —dijo ella.
—Sí. Vamos avanzando. Y tú… bueno, tú siempre estás avanzando —respondió Ernesto, con una risa ligera.
La frase, sin intención, le recordó a Gala la otra clase de avance que llevaba en secreto. El corazón le dio un salto breve, invisible. No se sentía culpable. No todavía. Se sentía viva, deseada, invencible. Y lo más inquietante era que nada de eso entraba en contradicción con la calma de esa cena familiar. Podía estar ahí, en la mesa, sonriendo a Ernesto y a las niñas, y al mismo tiempo guardar en el cuerpo la memoria ardiente de otra boca.
Mariana, en su propia casa, compartía una cena diferente pero con un eco similar. Adrián estaba físicamente presente, sentado frente a ella, contestando un par de correos en el teléfono entre bocado y bocado. Ella lo miraba con un gesto indefinible: mezcla de cariño y frustración.
—¿Podrías dejar eso un segundo? —preguntó suavemente.
Él levantó la vista, sonrió, dejó el celular a un lado.
—Perdón. Tenía que cerrar un detalle.
Comieron en silencio durante un rato. Mariana quiso decir algo, quiso nombrar esa distancia, pero las palabras nunca encontraron la forma. Al final, terminó hablando del colegio de los niños, de un viaje que podrían planear, de cosas pequeñas que mantenían la superficie intacta.
Adrián la escuchaba, asentía, decía que sí. Pero por dentro estaba quemándose, atrapado en pensamientos que no se atrevería a confesar: el recuerdo del beso en el pasillo del hotel, el cuerpo de Gala contra el suyo, esa sensación de que había descubierto un lenguaje nuevo y que no podía olvidarlo.
Ambas casas respiraban calma. En una, Ernesto hablaba con entusiasmo moderado y Gala asentía como la esposa perfecta. En la otra, Mariana servía el postre y Adrián sonreía con la cortesía del marido atento. Ninguno de los dos sospechaba que la combustión ya estaba encendida en otro lugar, en otra dimensión que no podían ver.
Eran hogares ordenados, tranquilos, aparentemente sólidos. Pero entre las paredes flotaba algo invisible, un eco que ninguno de los presentes reconocía todavía: el eco de un incendio que crecía fuera de su control.