La casa estaba en silencio, salvo por el rumor tenue de la televisión en la sala y el golpeteo suave de la lluvia en las ventanas. Ernesto había caído dormido temprano, después de un día rutinario. Las niñas también, envueltas en el caos dulce de sueños infantiles. Gala se quedó despierta más de lo debido, con la copa de vino en la mesa de noche y el celular en la mano.
No lo buscaba. Al menos, no de forma consciente. Revisaba correos, deslizaba noticias, respondía mensajes superficiales en grupos de WhatsApp. Pero bajo todo eso, había un deseo latente: una vibración que no llegaba, una pantalla que no se iluminaba.
Adrián.
A kilómetros de distancia, Adrián estaba en su propio teatro doméstico. Mariana hablaba de un plan para el fin de semana, de un paseo con amigos, de reorganizar la casa. Él asentía, la abrazaba con una ternura casi automática. Más tarde, cuando ella se durmió con la respiración acompasada, se quedó mirando el techo, el celular en la mesa de noche, la mente en otro lugar. En otra mujer.
Gala abre la aplicación. El chat está ahí, congelado, con las últimas palabras educadas de hace días: “me avisas cuando llegues bien”.
Escribe:
No dejo de pensar en lo que no pasó.
Lo lee. Suspira. Lo borra.
Escribe otra cosa:
Hoy estuve tan invencible en la oficina que casi me dan ganas de contártelo a ti y no a Ernesto.
Lo borra también.
Se ríe de sí misma, nerviosa, juguetona. Apoya el celular boca abajo, pero a los treinta segundos lo vuelve a girar.
Adrián hace lo mismo en su casa. Abre el chat, lo mira. Escribe:
Hoy te vi en una publicación y pensé que nadie lleva el rojo como tú.
Borra.
Escribe otra cosa:
Dime que no fui el único que sintió que el aire se cortaba en ese hotel.
Borra.
Cierra los ojos. Se maldice. Y vuelve a abrirlos.
Finalmente, es Adrián quien rompe el hielo. A las 00:47 llega un mensaje en la pantalla de Gala.
¿Estás despierta?
Ella sonríe. El corazón le late como si estuviera a punto de cometer un delito. Responde después de unos minutos, para no parecer ansiosa.
Un poco. ¿Y tú?
Pensando.
¿En qué?
Ya sabes en qué.
Ella muerde su labio, recostada contra las almohadas. Se siente poderosa, excitada, atrapada en ese juego que apenas empieza.
Escribe:
Deberíamos borrar esto.
Adrián responde al instante:
Entonces no lo borres.
Silencio. La frase se queda ahí, flotando, palpitando en la pantalla.
Esa semana se convierte en un intercambio de insinuaciones. No todos los días, no con constancia predecible, sino con ese ritmo irregular que lo hace aún más adictivo.
Un lunes por la noche, Gala recibe:
Hoy Mariana me habló de planes de viaje. Y yo pensé en ti, en lo que sería viajar contigo, hablar de números, cerrar un trato, y después…
El mensaje termina con puntos suspensivos. Ella no responde de inmediato. Espera hasta la mañana siguiente, cuando Ernesto se va al trabajo y las niñas al colegio.
Yo también lo pienso. Y lo peor es que no quiero dejar de pensarlo.
El jueves, es Gala quien escribe primero, después de un día triunfal en el trabajo:
Hoy cerré un contrato imposible. Y no celebré en casa. No saben celebrarme como tú lo harías.
Él responde con esa mezcla de arrogancia y ternura que lo define:
Ya lo sabía. Sabía que ibas a ganarlo. Y sí: yo hubiera celebrado mejor.
Cada palabra es un filo. No hablan de sexo directo, pero está ahí, latiendo debajo. No hablan de amor, pero está ahí, ardiendo en silencio.
Gala, en su vida diaria, parece más radiante que nunca. Ernesto lo nota y hasta se lo comenta:
—Estás distinta, ¿qué pasa?
—Nada. Estoy bien. Mejor que nunca.
Y no miente del todo. Está mejor que nunca. Su piel arde, su mente corre. Cada mensaje borrado y enviado le da más vitalidad que cualquier logro profesional.
Adrián, en su lado, se siente más vivo en cada jornada. Mariana percibe su energía distinta, esa chispa renovada que él finge que es por el trabajo. Pero en realidad, es Gala. Siempre Gala.
Ambos juegan en la cuerda floja, convencidos de que no han cruzado ninguna línea, aunque saben que ya la cruzaron desde el primer mensaje que no se borró.
Una noche, Adrián le escribe:
¿Qué significa realmente la monogamia si nunca había sentido esto?
Ella se queda en silencio largo rato, mirando la pantalla iluminada en la oscuridad de su habitación. Finalmente, responde:
No lo sé. Pero sé que no quiero soltarlo.
Los dos dejan el teléfono a un lado, temblando, con el cuerpo encendido, sabiendo que acaban de entrar en un territorio del que ya no hay retorno.