No hubo casualidades. No hubo coincidencias. Hubo un plan.
Un plan nacido de mensajes que parecían inocentes, de silencios que se extendieron demasiado, de la certeza compartida de que seguir sosteniendo la combustión digital era insostenible.
Adrián fue el primero en escribirlo, con esa arrogancia que lo hacía parecer dueño del destino:
Dime cuándo y dónde. El resto lo resuelvo yo.
Gala no respondió de inmediato. Dejó que el mensaje se quedara flotando en su pantalla, se vistió para una junta, llevó a las niñas al colegio, almorzó con Ernesto como si nada. Pero todo el día giró en torno a esas cinco palabras. Por la noche, contestó:
Viernes. Después de las nueve. El hotel que mencionamos la otra noche.
Solo eso. No un adjetivo más. No un emoticón. La sobriedad de quien sabe que se juega demasiado.
El viernes llegó como llegan los días que se esperan con ansiedad: lento al inicio, rápido después, como si el tiempo mismo se burlara de ella. Gala se pasó la tarde trabajando sin descanso, revisando números, corriendo reuniones, tomando café tras café. Pero en cada pausa breve, se miraba en el reflejo de su pantalla y pensaba: Esta noche no soy solo la directora, ni la esposa, ni la madre. Esta noche soy fuego contenido.
Adrián, por su parte, se aseguró de que Mariana creyera que tenía una cena de negocios que se alargaría. Nada extraño, nada fuera de lugar. Se vistió con un cuidado minucioso, como si la armadura de un traje perfecto pudiera ocultar la vulnerabilidad que ardía bajo su piel.
El hotel no era uno cualquiera. Era discreto, elegante, con ese aire de anonimato sofisticado que ofrecía refugio a quienes querían desaparecer del mundo por unas horas. Adrián llegó primero, pidió una suite en un piso alto, dejó la tarjeta lista y una botella de vino esperándolos.
Gala llegó en un auto que no era el suyo. Tomó un taxi hasta unas cuadras antes y caminó el resto del trayecto. Nadie debía sospechar. Nadie debía reconocerla. Llevaba un vestido negro, sobrio y poderoso, que insinuaba sin gritar.
Cuando subió en el ascensor, su corazón latía como si fueran a descubrirla, como si cada luz que marcaba los pisos fuera un juicio. Al llegar, él ya la esperaba en el pasillo, apoyado contra la puerta, con esa sonrisa contenida que no usaba con nadie más.
—Puntual —dijo Adrián, con voz baja, cargada de electricidad.
—Elegí llegar —respondió ella, sin darle el poder de creer que era casualidad.
Entraron. La puerta se cerró detrás. El aire cambió.
No hubo discursos. No hubo explicaciones. Se miraron como se miran dos seres que se reconocen en un territorio prohibido y aun así deciden habitarlo.
Adrián la sostuvo por la cintura y Gala, en lugar de resistirse, lo desafió con la mirada, como diciendo aquí estoy, haz lo que dices que puedes hacer. El beso fue inevitable, brutal y elegante al mismo tiempo, como una declaración de guerra y de rendición simultánea.
El vino quedó olvidado en la mesa. El traje de Adrián terminó arrugado, el vestido de Gala deslizado como si hubiera sido diseñado solo para ese momento. El fuego entre ellos no tenía culpa ni explicaciones: era pura combustión de cuerpos que habían esperado demasiado.
Gala lo guió tanto como él a ella. No era una mujer pasiva ni una que necesitara ser conquistada. Era tan dueña del momento como él, marcando el ritmo, probando hasta dónde podía llevarlo, hasta dónde podía dejarse llevar.
El encuentro fue largo, intenso, lleno de pausas que parecían silencios estratégicos en una negociación, solo que aquí no había cifras que ganar, sino territorios de piel y deseo.
Cuando todo acabó, quedaron tendidos en la cama, el aire cargado de sudor y respiraciones profundas. No hubo palabras de arrepentimiento, ni promesas vacías. Solo silencio. El silencio de quienes saben que han cruzado una frontera que ya no podrán negar.
Adrián la miró y sonrió, no con ternura, sino con esa arrogancia que siempre lo acompañaba.
—Te lo dije. Lo iba a resolver.
Gala rio, una risa baja, casi peligrosa.
—Y yo te dije que elegiría llegar.
Se vistieron despacio, con la calma de dos que saben actuar. Él la llevó a su auto, pero a unas calles de su casa ella pidió bajarse. No podían dejar huellas. Se despidieron sin besos, sin abrazos, solo con una mirada que decía más que cualquier gesto.