La mesa estaba llena de vasos medio vacíos, de platos con restos de tapas, de risas que subían y caían como olas. Era una de esas reuniones que parecían inocentes: viernes por la noche, un grupo de amigos, nadie demasiado cansado ni demasiado sobrio.
Gala había llegado más tarde que de costumbre, vestida con un traje que jugaba a ser serio pero que dejaba entrever un poder casi erótico. Adrián ya estaba ahí, apoyado contra la barra, riendo con Ileana de algún comentario ácido sobre el jefe de alguien que ni siquiera estaba presente. Cuando Gala entró, el aire cambió de densidad.
Sara fue la primera en notarlo. Tenía esa capacidad de leer lo invisible, de hilar silencios. Observó cómo Adrián se enderezaba apenas un centímetro más, cómo la sonrisa de Gala se volvió más larga y sostenida al cruzar la sala. No era algo que pudiera señalar en voz alta, pero estaba ahí.
—Llegaste tarde, señora ejecutiva —bromeó Ileana, moviendo su copa de vino como quien juega con fuego.
—No tarde, en el momento exacto —replicó Gala, acomodándose en la silla como si el lugar la hubiera estado esperando.
Las conversaciones giraban en torno a lo de siempre: política, algún escándalo empresarial, chismes del círculo social. Pero Sara no dejaba de observar. Gala estaba distinta. Más cínica, más filosa, como si hubiera decidido que ya no necesitaba agradar, solo dominar.
En un momento, cuando hablaban de parejas y compromisos, Sara lanzó una pregunta que parecía casual pero no lo era:
—¿Ustedes creen que en el fondo… siempre sabemos más de lo que decimos sobre la vida de los demás?
Hubo risas, evasivas, Ileana dijo algo como “claro, pero si no sirve para el chisme, ¿de qué nos sirve?”. Pero Sara miró directo a Gala. No con acusación, sino con un filo curioso.
Gala sostuvo la mirada sin parpadear.
—El problema no es lo que sabemos —dijo—. El problema es si estamos listos para aceptarlo.
La respuesta dejó un silencio breve, uno de esos silencios que no deberían notarse en medio de tanto ruido. Adrián intervino de inmediato, como quien corta un hilo demasiado tenso.
—Lo que pasa es que hay verdades que solo le caben a quienes tienen el estómago para digerirlas. Y no todos lo tienen.
Las copas se alzaron entre carcajadas, como si aquello fuera solo un juego retórico. Pero Sara frunció apenas los labios, como quien guarda un dato en un cajón secreto.
Más tarde, ya con el ambiente más relajado, cuando las risas eran más largas y las historias más exageradas, Sara se acercó a Gala en la cocina, donde ambas se habían refugiado para servirse más vino.
—Te veo distinta —dijo Sara, bajito, como quien deja caer una moneda en un pozo.
—¿Distinta cómo? —preguntó Gala, con una media sonrisa, jugando a la ignorancia.
—No sé. Como si supieras algo que los demás no sabemos. Como si hubieras cruzado una línea.
Gala rió, un poco más fuerte de lo necesario.
—Sara, siempre crees que hay líneas invisibles que todos cruzamos.
—Sí, pero esta vez… no sé si te lo perdonaría —dijo Sara, en tono tan sutil que pudo sonar a broma, pero no lo era del todo.
El aire se tensó un instante. Gala, lejos de incomodarse, tomó un sorbo largo de vino, sostuvo la copa en el aire y dijo:
—Entonces espero que nunca sepas de qué hablas.
De vuelta en la sala, Adrián y Gala parecían orbitarse con una naturalidad ensayada. No necesitaban hablar directamente, bastaba con que sus comentarios se reforzaran entre sí, como si fueran dos piezas de un mismo mecanismo.
Ileana, con su sarcasmo habitual, lo notó de otra forma.
—Ustedes dos, cuando se ponen así…- Lo señalo con el dedo de un lado a otro
Adrián sonrió con esa arrogancia tan suya y levanto su copa tipo brindis
Gala lo secundó sin dudar, haciendo un ademan de no saber nada.
Y aunque la sala estalló en más risas, Sara no rió. Sara los miró con esa mezcla de intuición y cuidado, sabiendo que había algo latiendo bajo la superficie. Algo que, si era lo que imaginaba, podría romperlo todo.