El filo dorado de tus sueños

El filo de las sospechas

El café estaba casi vacío, como si la ciudad aún no despertara del todo. Sara había elegido ese lugar a propósito: discreto, sin demasiada gente que pudiera reconocerlos. Ella estaba ya sentada junto a la ventana, hojeando distraída el menú, aunque en realidad no leía nada. Había llegado temprano para asegurarse de controlar el terreno.

Adrián apareció puntual, impecable como siempre, con esa mezcla de seguridad y arrogancia que parecía incrustada en su ADN. Traje oscuro, reloj brillante, la mirada de quien sabe que al entrar a un lugar puede apropiarse del espacio.

—Prima —dijo con esa sonrisa automática—. ¿Esto es desayuno, terapia o intervención?

Sara alzó la vista despacio, como si hubiera calculado la entrada.
—Un poco de todo, supongo.

Él se sentó, pidió un espresso doble sin mirar la carta, y se recostó en la silla con esa actitud de “a ver con qué sales ahora”.

—Bueno, dime. ¿Qué me vas a reclamar esta vez? —preguntó él, con tono burlón.

—Curioso que lo llames “reclamo” sin que yo haya dicho nada —respondió Sara, sosteniéndole la mirada.

El silencio se alargó. Él tomó aire, sonrió con ironía.
—Conoces demasiado bien mis pecados imaginarios.

—El problema es cuando dejan de ser imaginarios —dijo ella, bajando la voz—. Y yo te conozco demasiado para no darme cuenta de cuando juegas con fuego.

El mesero dejó el café de Adrián, y el vapor se mezcló con la tensión invisible entre ambos. Adrián dio un sorbo lento, como si el calor le ayudara a ganar tiempo.

—Sara… siempre tan dramática.

—No es drama —cortó ella—. Es cariño. Por ti. Por Mariana.

La mención del nombre lo incomodó un segundo, apenas un parpadeo que Sara notó.

—Mariana está bien —replicó él—. Todo está bien.

—Claro. Todo parece estar bien. —Sara jugueteaba con la cuchara, girándola entre sus dedos—. Pero yo también sé leer lo que no se dice. Y últimamente… Gala y tú…

Adrián alzó las cejas, fingiendo sorpresa.
—¿Gala? ¿Otra vez tus novelas mentales?

Sara sonrió con calma, esa sonrisa que no necesitaba pruebas.
—Llámalo intuición. Pero si es lo que estoy pensando… no sé si podría perdonártelo.

La frase quedó flotando en el aire como un cuchillo envuelto en terciopelo. Adrián la miró fijamente, con ese orgullo leonino que odiaba sentirse acorralado.

—Sara, prima querida, tú sabes que yo nunca pondría en riesgo mi reputación. Mi familia.

—No hablo de reputación —respondió ella, firme—. Hablo de Mariana. De cómo te mira. De lo mucho que cree en ti.

Él apoyó los codos en la mesa, inclinándose hacia ella.
—¿Y tú quién eres para juzgarme? ¿La guardiana de la moral?

—No. —Sara bajó el tono, pero sin apartar la mirada—. Soy la que siempre va a cuidar a Mariana. Y a ti también, si de verdad quieres escuchar.

Adrián rió, pero fue un gesto vacío.
—Mira, Sara, yo sé exactamente lo que hago.

—Ese es el problema —dijo ella, con un dejo de tristeza—. Que lo sabes. Y aún así lo haces.

El silencio volvió a instalarse. Afuera, la gente caminaba sin saber que dentro de ese café se libraba una batalla invisible. Adrián miró por la ventana, luego de nuevo a Sara.

En su cabeza, mil pensamientos se atropellaban. El ego le decía que podía manejarlo todo, que nadie sospechaba nada real. Pero otra voz más íntima le recordaba que Sara tenía razón: estaba cruzando un límite. Y si ella lo intuía, otros podrían hacerlo también.

—¿Y si fuera cierto lo que imaginas? —preguntó él de pronto, casi desafiándola.

Sara no se sorprendió. Se inclinó hacia él, susurrando como quien da una advertencia que es también una caricia.
—Entonces te diría que lo pienses dos veces. Porque Gala no es cualquier mujer, y tú no eres cualquier hombre. Si juegan juntos… no habrá red que los salve cuando caigan.

Adrián tragó saliva. Esa frase le quemó más que cualquier acusación. Porque, en el fondo, había una parte de él que lo deseaba precisamente por eso: por la caída sin red.

La conversación siguió, más liviana en apariencia, como si hubieran vuelto a hablar de negocios y viajes. Pero el subtexto seguía vibrando en cada palabra.

Antes de irse, Sara se detuvo, apoyó la mano en su brazo y lo miró directo a los ojos.
—Te quiero demasiado para verte destruir lo que tienes. Y a Mariana la quiero demasiado para verla sufrir. No me pongas en esa posición.

Él no contestó. Solo asintió, con esa mezcla de orgullo herido y rabia contenida. Pero en el fondo, sabía que esa mañana en el café lo había marcado: Sara ya había olido el fuego. Y si seguía ardiendo, no sería tan fácil esconder las llamas.




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