El filo dorado de tus sueños

El eco de la advertencia

Adrián salió del café con esa sonrisa automática que solía poner para disfrazar cualquier grieta. Saludó al mesero, ajustó la corbata, se puso las gafas de sol aunque el cielo aún estaba nublado. Era un hombre que odiaba que le vieran vulnerable, y lo que acababa de pasar con Sara lo había dejado con un hueco en el estómago.

En el auto encendió música, sonó I Wanna Be Yours de los Artic Monkeys Pero por más que intentó dejarse llevar por el ritmo, las palabras de Sara lo perseguían:

"Si es lo que me imagino, no sé si te lo perdonaría."
"No me pongas en esa posición."

El eco se repetía, incordiante, como si alguien hubiera puesto una aguja en el mismo surco del vinilo.

—Dramática —murmuró, como si con esa palabra pudiera anular todo lo dicho. Pero sabía que no era drama. Era intuición. Y Sara tenía la maldita costumbre de atinar siempre.

Llegó a la oficina y se hundió en la rutina con la disciplina de un general. Reuniones, llamadas, correos, aprobaciones. Hablaba con seguridad, dictaba instrucciones, se movía como el león que era en su territorio. Pero cada pausa entre actividades era un recordatorio.

"¿Y si fuera cierto lo que imaginas?" Había jugado con esa frase como quien pone una trampa, pero ahora la trampa parecía habérsela puesto él mismo.

Frente a sus colaboradores proyectaba calma, pero por dentro sentía el zarpazo de la duda. ¿Hasta qué punto podía seguir controlando la narrativa?

Sara lo había dicho sin pruebas, sin escenas de celos ni gritos. Solo con ese tono íntimo que lo dejaba desarmado: un cariño con filo.

A mediodía almorzó en su oficina. Pidió una ensalada, pero apenas probó dos bocados. Pasó más tiempo mirando el celular que comiendo. Abrió la conversación con Gala y la cerró de inmediato, como si el simple acto de ver su nombre fuera peligroso.

"¿Y si Sara tuviera razón en todo?"

La pregunta lo atormentaba porque, en efecto, Sara tenía razón. Él sabía lo que estaba haciendo. Sabía hasta dónde había llegado y hasta dónde quería llegar. El problema era que nunca se había sentido tan vivo como en esa frontera.

—No es infidelidad, es… poder —se dijo a sí mismo, pero la palabra no lo convenció. Era deseo, era fuego, era ese vértigo que su matrimonio estable y ordenado nunca le había dado.

Mariana no tenía culpa. Era buena esposa, compañera fiel, inteligente, impecable. Y sin embargo, cada vez que pensaba en Gala, sentía que todo lo que había construido se tambaleaba.

Por la tarde, en una junta particularmente tensa, se sorprendió a sí mismo comparando a una ejecutiva con Gala. No en capacidad, sino en esa forma de encender la sala, de apropiarse del espacio. Y entonces se imaginó lo que Sara había insinuado: “Si juegan juntos, no habrá red que los salve cuando caigan.”

El pensamiento lo excitó y lo asustó al mismo tiempo. ¿Caer? Él no caía. Él ganaba. Siempre. Su ego no le permitía imaginar otra cosa.

Pero esa idea de caer juntos, sin red, tenía un magnetismo casi erótico.

Al final del día, manejando de regreso a casa, repasaba todo lo que tenía: Mariana, su matrimonio respetado, su círculo social intacto, la imagen de hombre sólido e intachable. Lo tenía todo.

"¿Entonces por qué quieres más?"

La respuesta le vino como un golpe: porque Gala lo veía sin miedo, porque con ella no era el esposo ni el jefe ni el hombre perfecto. Con ella era fuego puro.

Llegó a casa con la máscara bien puesta. Saludó a Mariana con un beso en la frente, preguntó por los muchachos, se sentó a cenar como si nada hubiera pasado. Conversación ligera, planes del fin de semana, carcajadas de las hijos. Todo en orden. Todo perfecto.

Pero mientras reía y asentía, por dentro volvía a escuchar la voz de Sara:
"No me pongas en esa posición."

Y supo que esa advertencia, disfrazada de afecto, era también un ultimátum.

Esa noche, ya en su estudio, abrió de nuevo el chat con Gala. No escribió nada. Solo miró la pantalla en silencio, con un whisky en la mano.

En su mente dibujó escenarios imposibles: ellos dos juntos sin perder nada, ellos dos imparables en negocios y deseo, ellos dos como una conspiración secreta contra la monotonía.

El león en él rugía: "No puedo perder. No voy a perder."

Pero el hombre sabía que el riesgo ya había dejado de ser un juego.




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