El filo dorado de tus sueños

Mas allá de la culpa

El día amaneció con la rutina de siempre: Ernesto preparando café, las niñas corriendo con los uniformes a medio poner, los recordatorios en el celular vibrando sin descanso. Nada extraordinario, y sin embargo, Gala se sentía distinta. No era la resaca del vino de anoche, ni el cansancio acumulado de la semana. Era otra cosa: un brillo secreto, un pulso subterráneo que recorría su piel como electricidad.

Miró su reflejo en el espejo mientras se aplicaba un labial suave, apenas un tono más vivo que su color natural. Se sonrió a sí misma, porque lo que veía no era solo a una madre de dos hijas bien vestidas ni a una profesional con la agenda llena. Veía a una mujer que se sabía plena. Una mujer que había probado un sabor prohibido y no había encontrado culpa, sino poder.

Se acercó a la habitación de las niñas y ajustó las trenzas de la mayor, que protestaba porque no le gustaban tan apretadas.
—No te quejes, así te duran todo el día.
—Mamá, ¿por qué siempre estás tan arreglada? —preguntó la menor con esa sinceridad infantil que derrumba defensas.
Gala rió.
—Porque me gusta. Y porque puedo.

La respuesta flotó en el aire como una declaración que iba más allá del espejo y las trenzas.

Durante el desayuno, Ernesto le preguntó si había revisado un documento de seguros. Gala asintió, sin realmente registrar los detalles. Él hablaba, las niñas discutían por quién llevaba el cuaderno rosa, y ella estaba allí, presente en todo, pero al mismo tiempo ausente, sostenida en un espacio secreto solo suyo. Un espacio donde el bien y el mal no existían, donde no había obligaciones morales, ni el dedo acusador de ninguna tradición.

Se sirvió otra taza de café y pensó: la infidelidad no me destruyó; me construyó. No porque necesitara a Adrián para completarse, sino porque lo que había pasado había roto de un golpe la jaula invisible de la culpa. Y lo que emergía de esa grieta no era remordimiento, sino un deseo limpio, innegociable, legítimo.

Camino al trabajo, manejó con las ventanas abajo, dejando que el viento jugara con su cabello. Recordó todas las veces que había escuchado frases sobre cómo “una mujer buena” debía comportarse: fiel, dedicada, medida, agradecida. Recordó también las conversaciones veladas de sus amigas sobre el miedo al qué dirán, al error, a las consecuencias.

Y se sorprendió riéndose sola. ¿Consecuencias? ¿De qué? ¿De vivir?

El semáforo en rojo la detuvo, y en el vidrio de un escaparate alcanzó a verse otra vez. No había culpa en su reflejo. Solo plenitud.

En la oficina, la reunión con el consejo fue una prueba más de ese poder. Presentó un plan de expansión con la seguridad de quien sabe que lo que está diciendo va a ocurrir, no porque convenza a los demás, sino porque ella misma lo había decretado. Sus colegas la miraban con respeto, algunos con envidia, y ella disfrutaba ese magnetismo.

No pensaba en Adrián de manera directa, pero sí en lo que había despertado en ella. Como si la chispa de ese encuentro hubiera encendido una hoguera que ahora iluminaba todas sus facetas: la madre, la profesionista, la amante de sí misma.

En su cuaderno, sin proponérselo, escribió una frase mientras tomaba notas:

“No me siento culpable por desear. Me siento culpable por haber tardado tanto en desear así.”

Por la tarde, de regreso en casa, jugó con sus hijas en la sala. Armaban un rompecabezas de 200 piezas. Gala disfrutaba el desafío, la paciencia, la risa de las niñas cuando equivocaban una pieza. Y aun en ese momento tan doméstico, tan “perfecto”, sentía la vibración constante de esa verdad recién descubierta: no estaba mal querer más. No estaba mal ser más.

Ernesto se acercó con una cerveza en la mano, la abrazó por detrás y dejó un beso en su cuello. Ella sonrió con naturalidad, no con culpa. La vida con él era buena. Estable, firme, incluso tierna. Y aun así, ella sabía que esa plenitud que sentía venía de otro lugar.

No era una resta, no era un reemplazo. Era una suma. Y por primera vez en su vida, Gala aceptaba que tenía derecho a sumar.

Esa noche, en la intimidad de la ducha, dejó que el agua recorriese su cuerpo como un recordatorio físico de lo viva que estaba. Cerró los ojos y se acarició lentamente, no con la urgencia de alguien que busca alivio, sino con la calma de quien sabe que el placer es suyo, que no depende de nadie más.

Pensó en Adrián, sí. Pensó en su mirada encendida, en lo que esa conexión había significado. Pero no lo hizo desde la culpa, sino desde la gratitud. Gracias por recordarme lo que soy capaz de sentir.

El orgasmo llegó suave, elegante, como una confirmación de que el deseo no era un enemigo a vencer, sino una fuerza a habitar. Se recargó contra la pared húmeda y sonrió.

Cuando salió de la ducha, encontró a Ernesto dormido, las niñas en sus camas, la casa en silencio. Gala se recostó a su lado, respiró hondo y cerró los ojos. No había remordimientos, no había voces acusadoras. Solo la certeza de que estaba más allá de la culpa.

Y en ese espacio íntimo, antes de dormirse, formuló la idea con una claridad absoluta:

No soy mala. No soy peligrosa. Soy poderosa. Y ese poder es mío, me pertenece, y no pienso negármelo nunca más.




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