El pasillo y la llave
El congreso se desplegaba como una ciudad dentro de otra ciudad. Salones amplios vestidos con alfombras de tonos sobrios, pasillos interminables por donde circulaban ejecutivos de distintas partes del país, paneles proyectados en pantallas que anunciaban charlas, ponencias, mesas redondas. El aire olía a café recién colado, a perfumes caros, a papel impreso en programas que parecían diseñados más para mostrar jerarquía que para informar.
Gala caminaba con la seguridad de quien sabe que no ha llegado ahí por accidente. Vestía un traje que equilibraba lo severo con lo magnético, y cada mirada que recibía se detenía un segundo más de lo normal. Había trabajado demasiado para que la vieran como simple espectadora: estaba en la mesa de las que deciden. Su nombre aparecía en el programa como ponente invitada, “Mujeres líderes en la construcción de mercados emergentes”, y eso bastaba para que las credenciales colgadas en su cuello fueran distintas de las de los demás.
Lo que nadie más sabía era que, entre esos pasillos impersonales, latía otra agenda.
Adrián estaba ahí también. Invitado por una firma extranjera, parte del selecto grupo de “estrategas jóvenes con visión”. Su aura llo hacía resaltar en cualquier entorno, pero en aquel congreso parecía que lo habían colocado justo en la vitrina adecuada. Traje azul oscuro, corbata que jugaba con tonos metálicos, sonrisa que bordeaba lo arrogante sin caer en lo grotesco. Saludaba como quien concede el gesto y escuchaba como quien evalúa qué tanto vale cada palabra.
Cuando se cruzaron por primera vez, todo fue formalidad.
—Gala —dijo él, con esa sonrisa que se encendía apenas en una comisura—. Qué sorpresa verte aquí.
—Adrián —respondió ella, segura, impecable—. El mundo es más chico de lo que parece.
Un par de colegas cerca hicieron los comentarios esperados: “Claro, ustedes dos tenían que conocerse, con esas trayectorias tan brillantes”. Y ellos, como expertos, sonrieron sin añadir nada.
Pero entre palabra y palabra, entre la cortesía y el protocolo, se coló una chispa. Una mirada sostenida un segundo más. Una pausa en la que ninguno de los dos estaba pensando en el congreso.
El evento siguió con su propio ritmo. Paneles, preguntas de asistentes, reuniones privadas en salas alfombradas. Gala hablaba de cifras, de tendencias, de visión estratégica; Adrián comentaba sobre innovación, sobre disrupción y competitividad. Eran discursos diferentes, pero complementarios, como si la sala hubiera sido diseñada para ponerlos en paralelo.
Por la noche hubo una cena formal, de esas donde el vino fluye más rápido que las ideas. Mesas redondas, centros de flores demasiado grandes, el murmullo constante de cien conversaciones. Adrián y Gala estaban en mesas distintas, pero se buscaron con la mirada más de una vez. Cada vez que sus ojos se encontraban, el resto de la sala desaparecía por un segundo.
Brindaron desde lejos. Una copa levantada en la dirección del otro. El gesto mínimo, invisible para los demás, pero con el peso de un pacto tácito.
El segundo día del congreso, Adrián esperó fuera del auditorio al final de la ponencia de Gala. Fingió estar hablando por teléfono, pero en realidad solo estaba ahí para verla salir. Ella, al reconocerlo, sonrió apenas.
—Buen discurso —dijo él, guardando el móvil.
—¿Lo escuchaste? —preguntó ella, desafiante.
—Cada palabra. Y cada pausa.
Caminaron juntos hacia el área de café. Hablaron de los paneles, de lo bien organizado del evento, de la calidad de los invitados. Conversaciones anodinas, el disfraz necesario. Pero bajo la superficie, otra conversación avanzaba: quiero más, ¿y tú?
Adrián fue quien lo puso sobre la mesa, sin disfrazarlo demasiado.
—Mañana termino mi participación temprano —dijo, mirando de reojo—. ¿Desayunamos?
Ella asintió sin dudar.
—Desayunamos.
El desayuno fue distinto a todo lo demás. Sentados en una terraza luminosa, con el ruido de la ciudad al fondo, por primera vez no tuvieron que hablar para otros. No había colegas cerca, ni conocidos, ni testigos. Solo ellos y una mesa de hierro forjado, dos cafés humeantes, un par de croissants intactos.
La conversación empezó ligera, como si realmente se tratara de un encuentro casual: libros, viajes, la ponencia del día anterior. Pero poco a poco se deslizó hacia otro terreno.
—Es curioso —dijo Adrián—. Llevamos meses jugando con esta línea, como si no supiéramos qué hay del otro lado.
Gala sostuvo su mirada.
—No es curiosidad, Adrián. Es voluntad.
El silencio que siguió fue más elocuente que cualquier palabra.
Por la tarde, Gala debía asistir a una mesa de trabajo, Adrián a un cóctel de networking. Ambos se presentaron, cumplieron con lo necesario, sonrieron, estrecharon manos. Pero ya no estaban ahí. Cada gesto, cada palabra, era pura fachada.
Cuando la jornada terminó, no hubo invitación explícita. Solo un intercambio rápido de mensajes en sus teléfonos:
—¿Tienes plan para cenar?
—No. ¿Y tú?
—Tampoco.
Una dirección. Un hotel distinto al de la sede del congreso.
La huida fue impecable. Gala inventó que estaba agotada y necesitaba descansar. Adrián dijo que tenía una llamada internacional pendiente. Ambos desaparecieron sin levantar sospechas.
En el taxi, ninguno hablaba demasiado. El silencio estaba cargado de electricidad, de anticipación. Era el silencio de quienes saben que lo que viene no necesita explicación.
La ciudad desfilaba iluminada tras los cristales: avenidas, anuncios luminosos, el reflejo de los semáforos en la lluvia tenue. Gala se permitió apoyar la cabeza en el asiento, cerrar los ojos un instante y sentir el vértigo de estar cruzando un límite.
Adrián, a su lado, la miraba de reojo. Tenía la mandíbula tensa, los puños cerrados sobre las piernas. Era el autocontrol de un cazador que sabe exactamente qué presa lo espera.