El filo dorado de tus sueños

Las horas fuera del mundo

El pasillo quedó atrás. La llave giró en la cerradura y el clic metálico selló el cuarto. No era la primera vez, pero sí la más intensa: el tercer encuentro, el que ya no se cubría con excusas ni con la sorpresa de lo inesperado. El que sabía exactamente lo que estaba buscando.

No hubo silencios incómodos ni miradas que se tanteaban; ya habían aprendido el mapa de sus cuerpos. Gala dejó caer el bolso en la silla, Adrián soltó la chaqueta. Se acercaron como dos que conocen el desenlace pero disfrutan alargar el prólogo. El beso llegó con la certeza de quien ya ha probado y regresa por más: hambre sin ansiedad, fuego sin duda.

Él la sujetó de la cintura con la misma autoridad de siempre, ella lo recibió con esa mezcla de soberbia y entrega que lo enloquecía. Ya no se trataba de descubrimiento, sino de perfeccionar el incendio. Cada roce era reconocimiento: “aquí”, “así”, “otra vez”.

—Nos buscamos demasiado —dijo ella contra su boca.
—Nos encontramos siempre —contestó él.

La ropa cayó más rápido esta vez, con menos ceremonia. No había culpa, no había necesidad de justificación. Cada encuentro anterior había borrado un muro, y esa noche ya no quedaba ninguno. La cama los recibió como cómplice vieja: sábanas desordenadas al instante, risas ahogadas, cuerpos que sabían el camino de memoria.

Ya no había timidez, ni siquiera en el peligro de ser descubiertos. Había confianza, esa peligrosa intimidad que nace cuando dos saben que el otro entiende perfectamente lo que busca. Los besos eran feroces pero también cómplices, las caricias más exactas, los gemidos más libres.

—Eres lo único que me hace perder el control —le dijo él, con la voz rota contra su cuello.
—Y lo único que me lo devuelve —respondió Gala, arqueándose bajo él.

La noche fue un universo propio, como siempre, pero distinta: más densa, más segura de sí misma. Había en ellos la insolencia de quienes ya habían probado y sabían que volverían a hacerlo, la plenitud de quienes no buscan justificación, solo intensidad. Cada gesto era una declaración de poder compartido. Cada orgasmo, una confirmación de que se reconocían más allá de cualquier moral.

Adrián la tomó como si quisiera tatuarla en su piel, y Gala lo sostuvo como si supiera que podía devorarlo. La ambición se mezclaba con el placer: no solo querían poseerse, querían dominar y rendirse al mismo tiempo. Dos egos enormes que habían aprendido a encontrarse en la única arena donde podían ser iguales.

El amanecer encontró a Gala despierta, observando el cuerpo de Adrián en calma. No pensó en Ernesto, ni en Mariana, ni en la palabra “culpa”. Pensó en lo poderosa que se sentía, en lo imposible que era negar que cada encuentro los volvía más imparables. Caminó hasta la ventana, desnuda, y dejó que la luz del día marcara su piel.

—Ya no podemos detenernos —murmuró él, medio dormido.
Ella sonrió sin volverse. —¿Y quién dijo que quiero?

El reloj avanzaba, pero el tiempo era irrelevante. Ese era su tercer universo robado, y cada uno había sido más incandescente que el anterior. No había arrepentimiento. Solo la certeza brutal de que, lejos del mundo, se habían vuelto más suyos que nunca.




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