Habían pasado dos años desde aquella primera vez en que Gala y Adrián cruzaron la línea. Dos años que, vistos desde fuera, parecían intactos, equilibrados, casi ejemplares. Dos matrimonios funcionando, dos familias plenas, carreras en expansión, amigos que seguían viéndolos como líderes sociales y profesionales. Nadie podía imaginar que, en paralelo, ellos habían tejido una red de encuentros clandestinos que se había vuelto tan perfecta como adictiva.
No se trataba de casualidades ni de imprudencias: habían aprendido a ser maestros del equilibrio.
El calendario de sus vidas estaba diseñado con precisión quirúrgica: reuniones, viajes, congresos, cenas de negocios que podían justificar cualquier ausencia o retraso. Los mensajes iban y venían con el cuidado de espías modernos: borrados al instante, frases crípticas, silencios que contenían más fuego que cualquier palabra explícita. La adrenalina del secreto no los desgastaba: los fortalecía, los mantenía alerta, agudos, vivos.
Y en medio de todo, los encuentros. No eran frecuentes, pero eran devastadores. Cada vez que se encontraban, era como volver a encender un volcán que nunca se apagaba del todo.
Hoteles discretos en ciudades distintas, pasillos donde la tensión era tan densa que hasta el aire parecía temblar, habitaciones donde los espejos guardaban el reflejo de una pasión indomable. Se habían prometido no mezclarlo con sus vidas cotidianas, pero la verdad es que lo mezclaban todo: cada orgasmo era combustible para una presentación más brillante, cada beso robado era motor para firmar contratos imposibles, cada caricia era la afirmación de que habían nacido para ganar.
En casa, Gala era impecable. Sus hijas crecían rodeadas de amor y orden, Ernesto seguía siendo el esposo confiable y estable, con quien compartía cenas, risas, viajes familiares. El sexo con él era sólido, satisfactorio, casi ritual: un terreno firme al que volver. Nada parecía faltar.
En la vida de Adrián, Mariana se mantenía como la esposa admirable: elegante, fuerte, compañera, la que sostenía la casa mientras él se multiplicaba en juntas, viajes y proyectos. La relación funcionaba porque ambos habían aprendido a moverse en torno a la independencia y la imagen pública. Su familia, igual que la de Gala, era modelo de solidez.
Ambos sabían que su doble vida era peligrosa, pero no podían ignorar que era también lo que los había hecho más poderosos que nunca. La infidelidad no se había convertido en un vacío ni en un escape: era la combustión de dos fuegos que se reconocieron y nunca supieron apagarse. Y eso los hacía imparables.
Sara era el único peligro real.
No porque supiera todo, sino porque intuía demasiado. Con su lengua mordaz, lanzaba frases en las reuniones de amigos que parecían chistes, pero tenían filo. A veces miraba a Gala con un gesto que no necesitaba palabras. O tomaba a Adrián del brazo y le soltaba:
—Hay cosas que si son lo que me imagino… no sé si te las perdonaría.
Nunca lo decía en serio, pero dejaba caer la frase como quien marca territorio moral. Ellos aprendieron a sonreír, a desviar, a reírse también, aunque por dentro supieran que esa mujer podía ver más de lo que decía.
Y, sin embargo, Sara nunca los delató. Tal vez porque los quería demasiado, tal vez porque entendía la fragilidad de todo. Era una brújula ética, pero también una cómplice involuntaria.
Si algo los mantenía vivos era la intensidad de cada encuentro. Recordaban con detalle la primera vez en aquel hotel, el pasillo que parecía no acabar, la llave que temblaba en la mano de Adrián mientras Gala reía nerviosa y excitada. Recordaban la segunda vez, en otra ciudad, donde hicieron el amor con la furia de quienes sabían que estaban quemando las reglas, y lo disfrutaban más por eso. Y la tercera, más calculada, donde la sensualidad se volvió estrategia: saberse amantes ya no era accidente, era decisión.
Con el tiempo, cada encuentro fue adquiriendo un tono más erótico, más consciente. Gala podía sentir cómo su cuerpo anticipaba la cercanía de Adrián antes de verlo; Adrián podía oler su perfume y perder la compostura en cuestión de segundos. Era un lenguaje paralelo, imposible de simular con nadie más.
Se escribían poco, pero cuando lo hacían, las palabras tenían filo: metáforas, insinuaciones, frases que convertían la espera en un campo minado de deseo.
“Besarte las ambiciones.”
“Eres la chispa en un mundo lleno de rutinas.”
“Donde me lleves, estoy dentro.”
Eran poetas del secreto, arquitectos de su propio incendio.
La perfección parecía absoluta.
Sus matrimonios, sólidos.
Sus carreras, en la cima.
Sus amigos, unidos.
Su secreto, intacto.
Lo asombroso era lo bien que funcionaba todo. Ambos se habían convencido de que podían tenerlo todo: la estabilidad de sus vidas públicas y la intensidad de su doble vida. No había culpas, no había arrepentimientos. Había disciplina, control, deseo y éxito.
Era como si hubieran encontrado la fórmula de la inmortalidad: vivirlo todo, perderse en la pasión y, al mismo tiempo, mantener de pie el edificio de la familia, el amor oficial, el reconocimiento social. Nadie sospechaba nada… o al menos, nadie tenía pruebas.
El error fue mínimo.
Tan mínimo que parecía imposible que pudiera derrumbar un equilibrio construido con tanta inteligencia.
Adrián, en medio de un día cargado de reuniones, había escrito a Gala un mensaje. No podía contener el deseo de volver a verla, de planear el próximo encuentro. Quizá fue el cansancio, quizá la prisa, quizá el exceso de confianza de dos años invictos. Pero no borró el mensaje. No se aseguró de que la pantalla estuviera cerrada. Lo dejó, abierto, visible, como un fósforo encendido en medio de una bodega de pólvora.
El mensaje decía:
“No sé cuánto más pueda hacer tiempo, porque lo único que quiero es volver a perderme en ti.”