Las sábanas aún guardaban el calor de la combustión. El cuarto estaba en penumbras, iluminado apenas por el resplandor anaranjado de la lámpara de la esquina. Afuera, la ciudad vibraba con un murmullo lejano, indiferente al hecho de que dentro de esa habitación se había cometido una herejía que no se parecía a ninguna otra: no un error, sino un acto consciente.
Gala estaba recostada de lado, con el cabello desordenado sobre la almohada. Su piel brillaba de sudor y vino. Adrián, a su lado, fumaba un cigarro con la mirada perdida en el techo. Había un silencio pesado, pero no incómodo: era el silencio después del vértigo, cuando ya no hay nada que ocultar.
—¿Alguna vez piensas en qué pasaría si nos descubrieran? —preguntó Gala sin mover un músculo, con la voz suave, casi perezosa.
Adrián soltó el humo despacio.
—Todo el tiempo.
Ella giró apenas la cabeza, encontrando su perfil.
—¿Y qué ves?
—Veo… —hizo una pausa, como si midiera cada palabra— …veo a Mariana mirándome con esa decepción que no se cura nunca. Veo a mis hijos preguntándome quién soy en realidad. Y veo mi reputación ardiendo, todo lo que construí derrumbándose en un segundo.
Gala cerró los ojos un instante.
—Yo también lo pienso. Veo a Ernesto… y lo más cruel es que lo amo. Lo amo de verdad. Es buen hombre, buen padre, es estable. Y lo amo. Pero aquí estoy.
El silencio volvió a caer, ahora más afilado. Adrián la miró entonces, con esa intensidad que siempre parecía quemar.
—¿Y entonces? ¿Qué somos? ¿Monstruos?
Gala rió bajo, con ironía.
—¿Por qué siempre lo reducimos a moral? No somos monstruos. Somos humanos. Y si algo nos quema es porque estamos vivos.
—La monogamia —murmuró Adrián, como si saboreara la palabra.
—Sí. Esa palabra. Esa jaula de oro. ¿Quién decidió que una sola persona debía contener todas nuestras vidas, todos nuestros deseos, todas nuestras ambiciones?
—La sociedad. La estabilidad. La comodidad. —Se giró hacia ella, apoyando el codo en la cama—. Y lo peor es que funciona. Yo amo a Mariana, tú amas a Ernesto. Nuestros hijos crecen seguros. Nadie sospecha nada. Somos exitosos. Perfectos.
Gala lo miró a los ojos, clavando su voz como una daga.
—Entonces, ¿por qué no basta?
Adrián no respondió de inmediato. Dio otra calada al cigarro, lo apagó en el cenicero, y dejó que la oscuridad se los tragara un poco más.
—Porque hay cosas que no buscan bastar, Gala. Buscan incendiar.
Ella sonrió, esa sonrisa peligrosa que él ya conocía demasiado bien.
—Exacto. Lo nuestro no nació del vacío, ni de una carencia. Nació de la combustión natural de dos fuegos que se reconocen y no saben apagarse.
Un silencio reverente siguió a esa frase. Como si ambos supieran que estaban tocando la verdad desnuda, aunque no hubiera palabras suficientes para sostenerla.
—¿Y si lo perdiéramos todo? —preguntó Adrián al fin.
—Si lo perdiéramos todo —dijo Gala, acariciándole el pecho con una calma feroz—, nos quedaría esto. La certeza de que estuvimos vivos de verdad.
—No es suficiente. —Su voz sonó quebrada.
—Claro que no lo es. —Ella se acercó, rozándole los labios, pero sin besarlo todavía—. Por eso lo cuidamos tanto. Por eso jugamos a la perfección afuera, para poder ser imperfectos aquí dentro.
La conversación se estiró como un hilo tenso, cargada de una intimidad que no dependía del sexo, sino de la lucidez compartida.
—¿Sabes qué me da miedo? —confesó Adrián.
—¿Qué?
—Que un día no me importe. Que un día me dé lo mismo perderlo todo, con tal de seguir contigo.
Gala lo miró largo, profunda, y sonrió con una ternura peligrosa.
—Eso no es miedo, Adrián. Eso es deseo disfrazado de miedo.
Él tragó saliva, atrapado entre su orgullo y la brutal verdad de esas palabras.
—Eres veneno.
—Soy espejo —corrigió ella—. Y tú lo sabes.
Él la besó, esta vez sin freno, como si en ese beso estuviera la respuesta que no podían decir en voz alta.
Esa noche, entre el humo, el vino y las sábanas, sellaron un pacto que no se firmó con palabras, sino con cuerpos y confesiones: un pacto más allá del bien y del mal, más allá de la moral, más allá de la culpa.
Eran infieles, sí. Pero también eran otra cosa: eran dos fuegos que se reconocían, dos ambiciones que se besaban, dos seres que habían decidido que su vida no podía medirse en la misma vara que la del resto.
El filo en el que caminaban no era casualidad: era elección. Y ambos lo sabían.