El filo dorado de tus sueños

El filo de la sospecha

La mañana después de aquella conversación, Gala se levantó con el mismo aire triunfal de siempre. El cuerpo aún vibraba con la electricidad de la noche, y la mente —aunque debería estar en calma— ardía con la sensación de haber cruzado otro umbral con Adrián. Lo que se dijeron no fue un desliz de ebriedad: fue un pacto silencioso.
Más allá del bien y del mal.
Más allá de la culpa.

Se duchó, se vistió impecable, y volvió a ser la madre perfecta, la esposa eficiente, la ejecutiva invencible. Todo funcionaba. Todo parecía intacto.

Pero las certezas, como siempre, duraron poco.

La invitación llegó esa misma tarde:

“Comida en casa mañana. Quiero verlos a todos. No hay excusas.”

Sara tenía esa manera de convocar que sonaba ligera, pero nunca lo era del todo. Gala sonrió al leer el mensaje y respondió con un “allí estaré”, aunque en su estómago quedó un nudo pequeño. Algo le decía que no sería una comida cualquiera.

Al día siguiente, alrededor de la mesa, estaban casi todos: Ileana con su risa filosa, Ernesto más callado de lo habitual, Mariana con su serenidad que parecía hecha de cristal. Adrián llegó tarde, pero llegó, con esa seguridad arrogante que siempre lo envolvía.

Sara sirvió vino antes de que hubiera entrantes.
—Brindemos. Por la estabilidad, por los éxitos, por las vidas impecables que tanto nos gusta presumir.

Todos alzaron las copas, pero su mirada se detuvo un segundo más de la cuenta en Gala y Adrián. No dijo nada. Sonrió apenas.

No era la primera vez que Sara proponía sus famosos juegos. Todos estaban acostumbrados a sus preguntas incómodas, esas que sacaban confesiones entre risa y tensión. Pero ese día las cartas parecían estar marcadas.

—Si pudieran elegir otra vida, sin consecuencias, ¿cuál sería? —preguntó de golpe, mirando directo a Gala.

Gala sostuvo la copa entre los dedos, con calma medida.
—La mía —respondió—. Pero con más viajes, más riesgos. Menos límites.

—Interesante —replicó Sara, arqueando una ceja. Después giró hacia Adrián—. ¿Y tú?

Adrián se encogió de hombros, con una sonrisa ladeada.
—La misma. No me imagino sin lo que tengo. Solo… más grande, más alto, más lejos.

El intercambio de miradas entre ambos fue fugaz, pero Sara lo cazó. Lo sintió. Lo anotó en su radar.

La comida siguió con risas, críticas ácidas sobre conocidos y chismes ligeros. Pero cada tanto, Sara lanzaba una estocada disfrazada de curiosidad.

—¿No sienten que a veces la monogamia es una idea sobrevalorada? —preguntó mientras cortaba la carne.
El cuchillo de Gala se detuvo en el plato. Adrián apenas parpadeó.

Ernesto rió nervioso.
—Ibas a servir vino, no dinamita, Sara.

Pero ella no se rió.
—Solo pregunto. Porque si el amor existe de verdad, debería ser capaz de sobrevivir a cualquier tentación. ¿O no?

El aire en la mesa se volvió espeso. Gala tomó un sorbo de vino, con la seguridad intacta. Adrián sostuvo la mirada de Sara un segundo de más, como si aceptara el reto.

Mariana bajó los ojos a su plato.

Al final de la comida, cuando todos hablaban al mismo tiempo, Sara se acercó a Gala en la cocina. La ayudaba a recoger platos, pero su voz salió baja, directa:

—¿Sabes qué es lo peor de las certezas?
Gala arqueó una ceja.
—¿Qué?
—Que siempre llegan primero a los ojos de los que más te quieren.

El plato resbaló apenas de las manos de Gala, pero lo sostuvo con firmeza.
—¿Qué quieres decir?

Sara sonrió, esa sonrisa que nunca aclaraba si hablaba en serio o en juego.
—Nada. Tu sabes, lo de siempre… no sé si podría perdonarte.

El corazón de Gala dio un vuelco, pero sus labios respondieron con naturalidad impecable:
—Deja de imaginarte cosas.

Sara se echó a reír, pero la tensión quedó vibrando como electricidad en el aire.

Al salir, Adrián la alcanzó en el pasillo, cuando nadie miraba.
—¿Qué quiso decirte? —susurró.

—Lo mismo que siempre dice: que ve más de lo que debería. —La voz de Gala fue firme, casi burlona—. Pero no tiene pruebas. Nadie las tiene.

Adrián asintió, soberbio.
—Entonces no hay nada que temer.

Ambos se miraron, envueltos en esa soberbia compartida, convencidos de que eran demasiado perfectos para ser descubiertos.

Lo que no sabían era que esa seguridad, esa arrogancia, era justo lo que empezaba a delatarlos.




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