Mariana llevaba dos noches sin dormir del todo. Cerraba los ojos y veía escenas que no existían, pero que intuía: miradas prolongadas, silencios cómplices, roces que se extendían un segundo más de lo debido. Lo que había percibido en la comida de Sara no era un malentendido, no podía serlo.
Era el tipo de certeza que no necesita pruebas.
El problema era: ¿qué hacer con esa certeza?
En la quietud de su recámara, mientras Adrian dormía profundamente a su lado, ella repasaba una y otra vez los caminos posibles.
Opción uno: confrontar a Adrián.
Decirle de frente lo que sabe. Preguntarle sin rodeos si es Gala. Ver si tiene el valor de negarlo. ¿Y si lo niega? ¿Se atrevería ella a insistir, a sacarle la verdad con lágrimas, con gritos? ¿Y si lo admite?
El vértigo de esa posibilidad la revolvía: escuchar de su boca lo que su corazón ya intuía.
Opción dos: pedirle ques se valla.
Pero ¿y luego? ¿Qué haría ella sola, con los hijos, con la rutina que se ha tejido alrededor de una vida en pareja? ¿Sería capaz de soportar el peso de ser “la mujer abandonada”? ¿La que no pudo retener a su esposo, la que perdió contra otra?
La sola idea le daba náuseas.
Opción tres: perdonarlo.
La palabra le sonaba extraña. Perdonar sin condiciones, cerrar los ojos como si nada hubiera pasado. ¿Eso sería fortaleza o debilidad? ¿Sería valentía, o una forma de humillarse? ¿Podría seguir acostándose con él, mirarlo a los ojos, y no ver las sombras de otra mujer en sus pupilas?
Opción cuatro: castigarlo.
Ahí su mente se enredaba. ¿Cuál sería un castigo justo? ¿Vengarse con alguien más? ¿Hacerle sentir el mismo dolor? ¿Exponerlo, arruinar su reputación, su ego, su impecable fachada de hombre intachable?
El castigo sería perderlo, y ella no estaba segura de querer perderlo.
Y entonces, las otras preguntas, las que dolían más:
¿Gala se iría limpia?
¿La mujer que se sienta en su sala, que comparte vinos y conversaciones, saldría ilesa de esto? ¿Con la cabeza en alto, con esa seguridad que desprende como perfume?
¿Y Ernesto? ¿No merece saberlo también?
¿No sería un acto de justicia avisarle, mostrarle que la lealtad de su esposa es una ilusión?
Mariana se apretó el pecho con una mano. Sentía que su corazón se movía como un animal atrapado.
Se levantó en silencio, fue al baño y encendió la luz mínima. Se miró en el espejo. El rostro de una mujer joven aún, con todo por delante, pero con las sombras de la sospecha en los ojos.
¿Qué iba a hacer con esa mujer?
¿La iba a convertir en una víctima? ¿En una vengadora? ¿En alguien resignado?
Se apoyó en el lavabo y dejó que el agua corriera, sin beberla, solo escuchando el flujo constante.
Quizá lo que tenía que hacer era simplemente poner un alto. Hacerle saber que ella sabía. Que ya no podía jugar a la mujer ciega. Que él debía detenerse.
Quizá con eso bastaba.
Con esa resolución débil pero resolución al fin, Mariana regresó a la cama.Adrian dormía boca arriba, respirando con calma. Ella tomó su teléfono. Abrió redes sociales sin pensar demasiado.
Y ahí estaba: una foto reciente de Gala. No decía nada, no era comprometedora. Un cóctel en la mano, la sonrisa amplia, un vestido rojo que parecía llamas bajo la luz de un restaurante caro. El texto:
“Brindando por lo que no se dice, pero se siente.”
Mariana sintió un golpe en el estómago.
El cinismo.
La seguridad.
Ese aire de poder que Gala llevaba puesto como una segunda piel.
No había nombre, no había prueba. Pero ella sabía. Y esa sonrisa en la foto parecía un desafío personal.
Abrió la conversación con Sara. Dudó un instante. Escribió, borró. Volvió a escribir.
Al final, envió solo cinco palabras:
Yo también lo sé.
El celular quedó sobre la mesa de noche. Mariana cerró los ojos, con un nudo en la garganta. Había dado un paso sin retorno.
Porque ahora, no estaba sola con su certeza.