La mañana se levantó gris, con un aire de pesadez que parecía filtrarse entre las cortinas de la cafetería. Mariana llegó puntual, con un vestido sencillo y el rostro marcado por la falta de sueño. Se sentó en la mesa junto a la ventana, sus manos inquietas alrededor de una taza que aún estaba vacía.
Sara llegó unos minutos después, con su habitual paso seguro. Se saludaron con un abrazo rápido, pero la tensión entre ellas era evidente.
—Gracias por venir tan temprano —dijo Mariana, intentando mantener la voz firme.
—No podía dejarte sola con eso —respondió Sara, mientras pedía café.
El silencio inicial se rompió con un suspiro largo de Mariana.
—El mensaje de anoche. —Lo dijo sin rodeos, como si necesitara sacarlo de inmediato.
—¿Aja? —Sara arqueó una ceja.
—Yo tambien lo se
Sara la miró fijo, sorprendida por la crudeza de su propio recuerdo.
—¿Y qué es lo que sabes, Mariana?
Mariana bajó la vista.
—Lo que todas hemos sospechado. Lo que está ahí, en sus miradas, en sus silencios. Gala y Adrián… —tragó saliva—, lo sé. Y no puedo más.
Sara tomó aire, conteniendo sus palabras para no ser cruel.
—¿Pero tienes pruebas? Algo concreto, no solo intuición.
—¡Sara! —la voz de Mariana se quebró, pero estaba llena de rabia—. No necesito pruebas cuando lo siento en cada gesto. Cuando él ya no me toca igual. Cuando Gala sonríe como si el mundo entero fuera suyo y yo no existiera. ¡Eso es prueba suficiente!
Sara estiró la mano y le apretó los dedos.
—Te entiendo. Pero si vas a enfrentarlo, necesitas más que intuiciones. Tú sabes cómo son ellos: pueden girar las cosas, hacerte sentir que estás loca, que lo inventaste. Y tú no estás loca.
Mariana respiró hondo, con lágrimas contenidas.
—No quiero dejarlo, Sara. No quiero perder lo que tenemos. Pero tampoco puedo seguir así. Quiero hacer algo, decir algo, aunque me arda por dentro.
Sara la observó con ternura, pero también con dureza.
—Entonces piensa qué quieres realmente. ¿Quieres que la deje? ¿Quieres que te lo confiese? ¿Quieres castigarlo? —pausó—. Porque cada camino es distinto y no hay vuelta atrás.
—Lo único que quiero —murmuró Mariana— es que deje de hacerme sentir invisible. Que no se crea tan intocable. Que entienda que lo sé.
Sara acarició su mano y luego retiró la suya, como quien toma una decisión interna.
—Está bien. Entonces déjame a mí.
—¿Qué vas a hacer? —preguntó Mariana, con un hilo de miedo en la voz.
—Lo que tengo que hacer —respondió Sara, tajante, con ese tono que siempre anticipaba problemas serios.
Horas más tarde, Sara subió al elevador del edificio corporativo donde Adrián tenía su oficina. Su paso resonaba firme en el pasillo de cristal y mármol. El asistente trató de detenerla, pero ella no pidió permiso. Entró directo, cerró la puerta con un golpe suave y se plantó frente al escritorio.
Adrián levantó la vista, sorprendido.
—Sara… ¿qué ocurre?
Ella lo miró con los brazos cruzados, sin moverse.
—Deja de fingir. Mariana lo sabe.
El color se le fue un instante del rostro, aunque trató de recomponerse de inmediato.
—No entiendo de qué hablas.
—Oh, claro que entiendes. —Sara se inclinó hacia él, sus ojos afilados como cuchillas—. Lo sabe, Adrián. Y si quieres seguir jugando a ser el hombre intachable, más te vale rezar, porque te juro que esta vez ni tu ego ni tu control te van a salvar.
El silencio se volvió espeso. Adrián intentó sostener la mirada, pero en su pecho algo ardía: la primera grieta real en el castillo que había construido.
Sara se dio la vuelta con calma, abrió la puerta y antes de salir agregó:
—Dios te agarre confesado.
Y lo dejó solo, con el eco de esa advertencia flotando en la oficina.