El despacho de Adrián se había convertido en una celda. El mármol, los ventanales altos y la mesa de nogal eran insignias de poder, pero esa tarde eran barrotes. Caminaba en círculos, las manos en los bolsillos, los hombros tensos, el ceño marcado. Sara había sido clara. Más que clara: había dejado la sentencia como quien lanza una antorcha sobre pólvora.
“Mariana lo sabe.”
La frase lo perseguía con cada paso. Lo sabía. No lo sospechaba. No lo intuía. Lo sabía.
El tiempo había empezado a correr en su contra. Tenía unas horas, quizá un día, antes de que Mariana decidiera hablar, antes de que lo enfrentara, antes de que todo su equilibrio se derrumbara.
Se dejó caer en la silla, hundió los dedos en el cabello y empezó a pensar como siempre lo hacía: con frialdad estratégica, como si fuera un tablero de ajedrez.
Podría sentarse frente a Mariana y decirle todo. Confesar. Admitir que había otra, que había sido ella, Gala, durante dos años. Que sí, que se había dejado llevar por un fuego imposible de apagar.
La imagen le atravesó el estómago como un puñal. Admitirlo sería traicionar también su reputación, su propio personaje: el hombre íntegro, el proveedor, el intachable. Adrián no era de los que se rendían. Confesar sería clavar la espada en su propio pecho.
Y sin embargo, una parte de él lo contemplaba con una paz extraña: la de vivir sin máscaras. Pero solo un segundo. Luego recordaba su hios, los amigos, las cenas, el respeto social, y la paz se convertía en ruina.
Podría negarlo todo. Reírse del asunto, minimizar, convencer a Mariana de que todo era una ilusión suya. Había perfeccionado esa estrategia durante años en la oficina: transformar los rumores en humo, las sospechas en nada.
Podría mirarla a los ojos, besarla, recordarle todo lo que habían construido, hacerla sentir que no había nada que temer.
Podría, sí. Pero Sara. Sara había sido demasiado directa. Si Sara estaba involucrada, era porque Mariana tenía algo más que intuiciones. Y eso volvía peligrosa la reconstrucción.
Otra opción: confrontarla con agresividad. Convertirse en el león que ruge, que intimida, que hace sentir que enfrentarlo es un error. Tomar la ofensiva. “¿Me acusas? Prueba lo que dices.”
Ese camino lo tentaba, porque apelaba a su ego leonino, a su capacidad de dominar la conversación, de invertir culpas. Lo tentaba porque era su naturaleza. Pero sabía que Mariana, rota, dolida, sería capaz de sacrificarlo todo con tal de no sentirse invisible. Y él no estaba dispuesto a exponerse a ese fuego.
Podría hablar con frialdad. Decirle que sí, que había pasado, pero que la amaba. Que la otra —sin nombre— no era competencia, sino un espejismo. Podría apelar a la estabilidad de la familia, al amor que seguía existiendo.
La imagen de Mariana llorando en la cocina, escuchando esas palabras, le revolvió el pecho. No quería perderla, no quería ver esa mirada rota. Pero tampoco podía negar lo que sentía por Gala. Y la mentira, a esas alturas, sonaba tan vacía como la verdad.
Se levantó otra vez, caminó hasta el ventanal y apoyó la frente contra el vidrio frío. Veía la ciudad desplegada bajo él, pero no veía nada. Todo era ruido.
Lo peor no era Mariana. Lo peor era el espejo que ella representaba. Si la enfrentaba, también se enfrentaba a sí mismo: ¿quién era él realmente? ¿El esposo impecable, el padre presente, el ejecutivo brillante? ¿O el hombre que no supo decir que no al deseo, que necesitó de otra mujer para sentirse vivo?
Adrián respiró hondo.
Amaba a Mariana. La amaba de verdad. Amaba su lealtad, su compañía, su constancia. Amaba la familia que habían construido, las rutinas, la vida que lo sostenía.
Y amaba a Gala. No era la misma clase de amor, era otra cosa. Era ambición, fuego, electricidad, ese vértigo de saberse más poderoso que nunca con ella al lado. Gala era el espejo donde veía su versión más desmedida, más capaz, más viva.
¿Cómo elegir entre la calma que lo había hecho fuerte y el fuego que lo hacía arder?
No había respuesta aún. No la había. Solo sabía que no podía quedarse quieto. Tenía que prepararse. Tenía que encontrar la postura exacta con la que se sentaría frente a Mariana, aunque todavía no sabía si sería el esposo arrepentido, el hombre que reconstruye, o el león que niega y ruge.
El reloj avanzaba. El día se le escurría. Y cada minuto lo acercaba a la inevitable confrontación.
Se acercó al escritorio, tomó el teléfono y escribió un mensaje. No buscaba consuelo, no buscaba estrategia. Era solo un gesto, una línea seca, informativa, destinada a la única persona que compartía con él ese universo secreto.
Mariana lo sabe.
Lo envió. Nada más.
Se quedó mirando la pantalla vacía, con esa sensación de que el tablero se había girado de golpe, y que él, por primera vez en años, no estaba seguro de qué pieza mover.