La pantalla iluminó el cuarto en penumbras. Gala estaba recostada, todavía con el maquillaje intacto de la jornada, la copa de vino medio vacía sobre el buró y el vestido caro convertido en armadura desajustada. El celular vibró apenas una vez. Lo tomó sin prisa, como si ya esperara algo, como si todo en ella supiera que estaba a punto de entrar a otra dimensión de fuego.
El mensaje era corto, seco, sin adornos, sin rodeos.
“Mariana lo sabe.”
Adrián.
Las tres palabras eran un disparo y una caricia a la vez. Gala no parpadeó; solo lo leyó una vez, lo cerró y lo volvió a abrir, como quien paladea un veneno que sabe delicioso.
Un calor oscuro le recorrió el pecho. El pulso se aceleró, no por miedo, sino por esa excitación particular que ella conocía tan bien: estar en el borde del abismo, mirar hacia abajo y sonreír.
Mariana lo sabe.
¿Y qué?
La primera reacción no fue pánico, ni arrepentimiento. Fue un torrente de pensamientos contradictorios: imágenes de las niñas dormidas, de Ernesto viendo el futbol en la sala, de Adrián con ese gesto de mando que podía derribar cualquier sala de juntas, de sí misma frente a espejos de hoteles con la piel enrojecida por lo prohibido.
Podía perderlo todo.
Y aun así, no podía dejar de sentirse viva.
Se incorporó lentamente, como si quisiera saborear cada segundo de esa electricidad. Caminó descalza hasta el espejo. Se miró. El vestido aún delineaba sus hombros, su cabello estaba revuelto, los labios pintados. No vio a una mujer culpable. Vio a alguien que por fin había tocado la fuerza de lo que quería ser: indomable, incansable, más allá de lo permitido.
El peligro no era un castigo: era el precio natural de desear tanto.
El eco mental no paraba:
Mariana lo sabe.
La frase no tenía signo de interrogación. No pedía confirmación. Era certeza.
Lo interesante era que Adrián había elegido decírselo a ella. No a justificarse, no a pedir consejo. Era un gesto meramente informativo. Un “estás en mi misma arena, juega conmigo este ajedrez o piérdete”.
Gala sonrió de lado.
Podía imaginar a Mariana: despierta en su cama, con el corazón destrozado, con los planes desmoronados, con la certeza clavada en el estómago. Podía imaginar a Sara, con sus ojos de bisturí, armando piezas, sabiendo que la verdad había empezado a filtrarse. Podía incluso imaginar a Ernesto, en su paz resignada, pensando que ella era simplemente demasiado brillante, demasiado libre, demasiado peligrosa para pertenecerle por completo.
El aire se volvió espeso.
No respondió. Guardó el celular de nuevo sobre el buró. Tomó la copa de vino y la vació de un trago. Sintió cómo la garganta le ardía. Se dejó caer sobre la cama con una risa seca que salió sola.
Si el juego había cambiado, entonces lo jugaría a su manera.
Cerró los ojos. Visualizó escenarios: confrontaciones, lágrimas, reclamos. Ninguno la hacía temblar. Ella no era la víctima en ninguna de esas escenas. Tampoco la culpable. Era la fuerza central, la que sostenía la tensión, la que podía mirar a todos y mantener el rostro intacto.
Quizá ese era su verdadero poder: no necesitar palabras.
El teléfono volvió a iluminarse, esta vez con una notificación de otra conversación sin importancia. Pero Gala ya no lo miraba.
Había decidido.
No iba a responder.
No iba a explicar.
No iba a temer.
El silencio sería su escudo. Y también su arma.
Apagó la lámpara. El cuarto quedó a oscuras, salvo por el resplandor débil de la ciudad que entraba por la ventana. Se acomodó en las sábanas, con la respiración más lenta, más profunda, como quien se prepara para un duelo.
Mariana lo sabe.
Y ella sonrió, con los labios cerrados y los ojos abiertos en la penumbra, pensando que el poder real no estaba en esconderse ni en confesar. Estaba en sostener la mirada y no parpadear.
Su último pensamiento antes de dormirse fue brutalmente claro:
No responderé. Y en ese silencio, todo será mío.