El filo dorado de tus sueños

Silencio como respuesta

Adrián dejó el celular sobre el escritorio. Tres palabras enviadas con la precisión de un disparo:
“Mariana lo sabe.”

Había esperado algo de vuelta. Un mensaje rápido, una chispa de estrategia, aunque fuera un “tranquilo”, algo que le confirmara que no estaba solo en esa cornisa. Pero nada llegó. El teléfono permanecía inmóvil, inerte, como si Gala hubiera decidido convertirse en un espejo opaco.

El silencio.

Ese silencio no era vacío. Era un arma. Adrián lo supo de inmediato. Ella no iba a consolarlo, no iba a cargarlo en brazos ni a darle un manual de salida. Ese era el acuerdo no escrito: cada quien debía ser su propio soporte. El silencio era el recordatorio cruel de que él mismo se había lanzado al vacío y que ahora tocaba ver si sabía caer.

Encendió un cigarro —uno de los pocos que aún permitía en su rutina medida— y dejó que el humo le raspase la garganta. El humo era lo único que lo calmaba: esa sensación de tener algo entre los dedos, una distracción física para no hundirse del todo en la tormenta mental.

Se repitió la frase como un mantra:
Mariana lo sabe.

No había red. Ni margen.
Lo habían hablado antes, en madrugadas cargadas de sudor y confesiones. Habían jugado a imaginar el derrumbe, con un descaro que solo dos egos en combustión podían sostener: “¿Y si un día se entera? ¿Y si esto se acaba en llamas? ¿Qué nos queda?”
Siempre se habían respondido con la misma soberbia: Caemos, pero caemos de pie.

Ahora ya no era hipótesis.

El silencio de Gala era su sentencia: él debía decidir si estaba dispuesto a perder. Si prefería la caída libre a la mediocridad.

El cigarro se consumía demasiado rápido. Adrián pensaba en su nombre estampado en contratos, en las reuniones donde nadie osaba cuestionar su autoridad, en esa reputación de intachable que había cultivado como un jardín de vidrio. Amaba a Mariana, claro. La respetaba. Amaba su casa, la estructura que habían levantado, la certeza de que ella sostenía todo lo que él dejaba caer. Amaba incluso la calma de esas noches predecibles, la vida social, la familia perfecta.

Pero también amaba —con una pasión peligrosa— la sensación de estar vivo solo cuando Gala estaba en la misma habitación. Esa chispa que le recordaba que era un depredador, no un animal domesticado. Esa combustión natural que no necesitaba excusas.

El silencio era cruel, pero también era un regalo: lo obligaba a mirarse al espejo.
¿Caer?
¿Perder?
¿Rearmarse?

Le temblaba la mano. No por miedo, sino por la certeza de que, hiciera lo que hiciera, el equilibrio perfecto estaba roto. Gala lo sabía. Mariana lo sabía. Y él, por primera vez en años, ya no controlaba el tablero.

Apagó el cigarro con un golpe seco en el cenicero. El eco del cristal resquebrajado le recordó que no había marcha atrás.

Caminó hacia el pasillo, con pasos más pesados que de costumbre. Abrió la puerta de la recámara.

Y ahí estaba.

Mariana, sentada en el borde de la cama, con la espalda recta, el rostro iluminado apenas por la lámpara de noche. No gritaba, no lloraba. Solo lo miraba. Ojos de decepción, ojos de rabia contenida, ojos que eran más aterradores que cualquier reproche.

Adrián sintió que todo el aire del cuarto le pesaba en los hombros. No había espacio para palabras ensayadas ni discursos de control. No había consuelo posible.

Mariana lo sabe.

Y ahora lo miraba, esperando la primera palabra.




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