El filo dorado de tus sueños

Sin red que lo sostenga

Adrián no había abierto la boca todavía. Mariana lo sostenía con esa mirada que no necesitaba palabras, que ya lo había condenado antes de que él intentara cualquier defensa. El silencio era espeso, insoportable, pero entonces ella habló, y cada sílaba sonó como si reventara dentro de su pecho.

—¿Ya se lo dijiste?

Adrián parpadeó, confundido. —¿Qué… qué dices?

—¿Ya se lo dijiste? —repitió Mariana, con un tono helado—. ¿Que yo ya lo sé?

La garganta de Adrián se cerró. El pulso le latía en las sienes. No había espacio para negar lo evidente.

—Mariana…

—No me des rodeos —lo cortó, con esa calma que dolía más que un grito—. Solo quiero saber si a ella ya le dijiste que yo lo sé.

Adrián tragó saliva. —Sí.

Mariana sonrió sin alegría, una mueca rota. —Claro. Porque entre ustedes la comunicación nunca falla, ¿no? Ustedes son perfectos para cubrirse las espaldas.

Él dio un paso hacia ella, pero se detuvo. Había un abismo entre ellos.

—Mariana… yo… yo te amo. Tú lo sabes. Amo esta casa, amo lo que tenemos, amo a nuestras hijas, amo lo que hemos construido.

Ella soltó una risa seca, casi histérica. —¿Y qué pensabas que iba a pasar, Adrián? ¿Que ibas a ganar para siempre? ¿Que se puede vivir en dos mundos al mismo tiempo sin que nada se rompa?

—No fue así —intentó él, la voz áspera—. No fue un plan, no fue un juego de poder contra ti. Era distinto. Con ella… con ella fue otra cosa.

—¿Otra cosa? —repitió Mariana, levantando las cejas, como si hubiera escuchado la palabra más absurda del universo—. ¿Otra cosa que qué, Adrián? ¿Que el amor? ¿Que la lealtad? ¿Que la decencia mínima de no arrastrarme en tu mentira?

—No, Mariana… —se acercó un poco más, con las manos abiertas—. No entiendes. Contigo yo tengo lo sólido, lo verdadero. Tú eres mi vida. Ella… ella fue pasión, fue fuego, fue sentir que podía conquistar el mundo. No son comparables.

—¡Claro que no son comparables! —su voz ahora vibraba entre furia y dolor—. Porque lo que ella te da es humo. Lo que yo te di fueron años, hijos, noches de desvelo, ponerme entera para que tú fueras lo que eres. ¿Y qué me devuelves? Una humillación que me arde en la piel.

Adrián cerró los ojos un instante. Sentía que cada palabra de Mariana le arrancaba pedazos de piel.

—No quise destruir nada. Nunca pensé en lastimarte.

—¡Pues lo lograste! —su voz por fin se quebró—. ¿Sabes qué es lo peor? Que yo siempre lo supe, Adrián. No soy tonta. Te miraba volver, te miraba hablar con esa seguridad… y yo sabía. Pero me convencía a mí misma de que no, porque me aferraba a esta vida, a este… “equilibrio” —lo dijo con desprecio— que tanto presumes.

—Yo no quiero perderte. No quiero perder esto —señaló la casa, el espacio, el aire cargado—. Mariana, tú eres mi casa.

Ella negó con la cabeza, los ojos húmedos pero firmes. —Tu casa la convertiste en hotel de paso cada vez que la dejabas para ir a buscar lo que te hacía sentir “vivo”.

—Era poder, era vértigo, era… era verme en un espejo que me recordaba quién soy. No es porque tú me faltes.

—¡Entonces peor! —Mariana lo interrumpió con un grito, al fin—. ¡Porque no me necesitabas para nada, solo me usabas de coartada!

Un silencio brutal cayó de nuevo. Los dos respiraban agitados, como después de un combate físico.

Adrián se dejó caer en la silla del rincón. Mariana, de pie frente a él, parecía una estatua hecha de furia y de decepción.

—¿Qué quieres que haga? —preguntó él al fin, con la voz baja, rendida.

Mariana lo miró largamente, como midiendo cada palabra antes de lanzarla como un proyectil.

—Si de verdad quieres que esto avance, si de verdad crees en “ella”, entonces será ella quien dé la cara. —La voz se le afiló—. Gala tiene que decirle a Ernesto lo que está pasando.

Adrián levantó la vista de golpe, incrédulo. —¿Qué…?

—Lo que escuchaste —lo cortó Mariana—. O se lo dice ella, o lo digo yo. Y no en privado. No en una conversación íntima. Lo digo en frente de todos, lo digo en el círculo donde presumen sus logros y su perfección. Lo digo para que arda.

El corazón de Adrián se aceleró como un tambor en guerra.

—Mariana… no. No puedes hacer eso.

Ella lo sostuvo con una serenidad inquietante. —Puedo. Y lo haré si no se mueven. Porque si vas a quemar mi vida por un incendio, yo no voy a ser la única en cenizas.

Adrián quiso hablar, quiso gritar, quiso prometer lo que fuera. Pero entendió, en ese instante, que la amenaza de Mariana no era un arranque: era un plan. Y que esa noche había cruzado la frontera donde ya no había red.

El silencio volvió, pero ahora no era un abismo: era una sentencia.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.