La habitación seguía densa, con la lámpara proyectando una luz ovalada sobre la alfombra. El ultimátum de Mariana todavía vibraba en el aire como un diapasón.
“Si de verdad quieres que esto avance, que ella dé la cara.
O se lo dice a Ernesto, o lo digo yo. Y no en privado.”
Adrián sintió el cuerpo listo para el rugido, para el salto, para la respuesta que le había funcionado siempre: controlar la escena, imponer ritmo, convertir la culpa en argumento. Pero la escena ya no era suya. Había un borde nuevo en la voz de Mariana: no era teatralidad; era poder.
Dio dos pasos hacia la ventana, abrió apenas la cortina. La ciudad respiraba con indiferencia. Por un momento se vio desde fuera: el ejecutivo con reputación prístina, el esposo que siempre llega a tiempo, el padre que firma permisos escolares entre llamadas. Y debajo, el animal que descubrió con Gala el secreto de sentirse más grande que su propia biografía. Dos años de eficiencia clandestina. Dos años sin una sola gota fuera del vaso. Dos años creyendo que podía ganar para siempre.
Y ahora, la reina había puesto una pieza en el centro del tablero y él, el león, empezaba a comprender que el tablero existía antes que su rugido.
—No puedes pedirle eso —dijo al fin, girando—. No puedes decidir sobre la vida de otra pareja.
—Yo no decido sobre su vida —contestó Mariana sin levantar la voz—. Decido sobre la mía. Y sobre la dignidad mínima de no ser la última en enterarme mientras ustedes celebran su eficiencia. Si tú quieres siguiente paso, que el cuadro entero sepa de qué se trata. Sin terceros a oscuras.
El “ustedes” le raspó por dentro. Hacía años que no escuchaba en Mariana esa precisión quirúrgica. Intentó entrar por otra puerta.
—Mariana, te amo —dijo, claro, sin vacilar—. Amo esta casa, a nuestros hijos, lo que tenemos. Todo lo que hice afuera fue… distinto. No nació de lo que falta, nació de… poder, sí. De sentir que podía con todo. Pero eso no quita que aquí está mi vida.
—Lo que hiciste —respondió ella— no nació delo que falta. Exacto. Por eso es peor. Porque fue elección. Y cuando algo es elección, asumes el costo.
Costo. La palabra le clavó un alfiler detrás del esternón. Adrián calculó, como antes de una fusión: rutas de daño, tiempos, cobertura. Pensó en llamar a Sara, en pedirle que enfriara a Mariana, en proponer terapia con un discurso calibrado. Se respondió él mismo: Sara ya estaba del otro lado. No sería su comodín.
—¿Qué pretendes, entonces? —preguntó, buscando territorio.
—Dos escenarios —dijo Mariana, y por primera vez tomó asiento con parsimonia, como quien despliega un acta—.
Uno: decides quedarte. Y cuando digo quedarte, no hablo de discursos dulces ni de reconstrucciones creativas para maquillar lo ocurrido. Hablo de asumir que me traicionaste, de dormir en otro cuarto desde hoy, teléfonos a la vista, agenda abierta, terapia. Y lo más importante: cero contacto con ella, jamás. No un mensaje, no un correo, no un café casual. Cero. Si eliges esto, Ernesto nunca sabrá nada, porque no necesito arruinar otra casa para recomponer la mía. Pero a cambio, pierdes a Gala para siempre.
Dos: decides seguir. Y si decides seguir, entonces la verdad no puede seguir encerrada aquí. Ella tiene que decírselo a Ernesto. En cuarenta y ocho horas. Si no lo hace, lo hago yo. Y no en secreto ni en susurros de cocina: lo voy a decir delante de todos, en el mismo escenario donde ustedes se alimentan de aplausos.
La palabra aplausos le golpeó el ego como una bofetada. Vio, en una ráfaga, la mesa larga de esas cenas, el brillo de copas, la seguridad con que él y Gala podían sostener una sala entera. Imaginó a Mariana de pie, sin elevar la voz, dejando caer la bomba como una estadística. Su reputación —ese legado que alimentó con puntualidad religiosa— estallando en notas de voz, en chats, en microgestos.
Se acercó. No para tocarla; para medir su pulso. El de ella estaba firme.
—Dame tiempo —pidió—. No 48 horas a tu modo. Dame tiempo para ordenar. No puedo permitir que esto se convierta en circo. No por ti, no por mí, no por los muchachos.
—El circo ya existe —respondió—. Solo que hasta hoy, ustedes eran los domadores. Y yo, el público. Ya no.
El león midió otra vez el terreno. Si rugía, perdía. Si mentía, perdía peor. Si negociaba, perdía algún elemento que hasta hace dos semanas creía invulnerable: la invencibilidad.
—¿Cuánto? —cedió—. ¿Qué tiempo?
—Veinticuatro horas para escoger escenario —dijo Mariana—. Y no voy a discutir el reloj. No soy tu comité de crisis.
Hubo un instante en que el viejo reflejo quiso imponerse: torcer el tiempo, comprar voluntades con encanto, anudar el tema con brillantina verbal. No funcionaría. La reina no se había movido en diagonal: había cruzado el tablero limpio, recto, sin titubeos.
Adrián pensó en sus hijos. Pensó en su apellido. Pensó en Gala, sí, en esa sensación de potencia pura. Pensó en sí mismo, sobre todo en sí mismo: el hombre que se fabricó una biografía impecable. ¿De qué estaba hecho su orgullo si lo sometía a una plaza pública?
—Si elijo quedarme, ¿me crees? —preguntó despacio, y la pregunta le dolió como confesión.
Mariana sostuvo la mirada. —No hoy. Tal vez con el tiempo. Tal vez no. El creer ya no depende de ti. Dependerá de lo que haga con lo que me hiciste. Y de si, cuando te vea, no la veo a ella en tus ojos.
Fue un golpe hondo, de esos que no se ven. Adrián bajó la cabeza un segundo. El león no supo si asomaba el hombre o el niño que aprendió a disociar el orgullo de la vergüenza. Volvió a sentarse.
—Y si elijo… seguir —se escuchó decir, con una calma que lo espantó—, ¿qué pasa contigo?