El filo dorado de tus sueños

Jugamos todos

Gala no estaba preparada para esa llamada. Mariana fue directa, sin rodeos, con una voz contenida que sonaba más peligrosa que la furia:

—Necesito verte. No mañana, no después. Ahora.

El tono no admitía negociación. Gala intentó una excusa vaga, un “estoy en la oficina”, pero Mariana insistió:
—Sé perfectamente dónde estás. No estoy pidiendo. Estoy diciendo.

Media hora más tarde, se encontraron en un café discreto, de esos que ambas frecuentaban para reuniones de trabajo. Gala llegó primero y pidió agua con gas; sus manos temblaban levemente mientras jugaba con el vaso helado. Cuando Mariana apareció, no traía rabia en el rostro, sino algo mucho peor: serenidad.

Se sentó frente a ella, dejó el bolso a un lado, y apoyó las manos sobre la mesa como si estuviera desplegando un contrato invisible.

—Voy a ser clara, Gala —empezó, mirándola fijo—. Sé todo. No necesito detalles, ni excusas. Ya lo confirmé en los ojos de Adrián anoche.

Gala tragó saliva. No intentó negarlo; sabía que era inútil. Mariana, al verla en silencio, continuó:

—Este es el tablero: Adrián tiene cuarenta y ocho horas. Dos caminos. Si se queda, se acabó. Cero contacto contigo, cero mensajes, cero coincidencias. Terapia, teléfonos abiertos, separación temporal hasta que yo lo decida. —Hizo una pausa mínima, como para clavar la daga más hondo—. Si no puede soltarlo, entonces tú le cuentas todo a Ernesto. Tienes ese mismo plazo.

Gala cerró los ojos un segundo, con el corazón acelerado, como si la sentencia fuera un veneno lento entrando a su sangre.

—Y si no lo hago yo… —se atrevió a preguntar, con la voz entrecortada.

Mariana no parpadeó.
—Entonces lo hago yo. Y no en privado. Lo digo donde más les duela: delante de quienes los idolatran, delante de quienes se alimentan con sus triunfos. Sin anestesia.

Gala sintió cómo el aire se le volvía espeso. No era un arrebato. No era una amenaza hueca. Era la frialdad de una mujer que sabía exactamente cuánto poder tenía entre las manos.

Mariana se inclinó apenas hacia adelante.
—Yo no vine a rogarte nada, Gala. Vine a dejarte claro que este juego se acabó. Que lo que pase ahora depende de Adrián. Y de ti, si decides hablar. Pero entiende algo: yo no voy a ser la tonta en esta historia.

Se levantó, tomó su bolso y se fue, dejando tras de sí un silencio que pesaba toneladas. Gala se quedó inmóvil, clavada en la silla, con la sensación de que el mundo entero había empezado a colapsar en cámara lenta.

Sara

Horas más tarde, fue Sara quien llegó a la oficina de Gala. No llevaba el filo inquisidor de Mariana, sino algo distinto: una compasión disfrazada de ironía.

—Te ves como si hubieras visto un fantasma —dijo, dejándose caer en la silla frente a ella—. O peor: como si lo fueras tú.

Gala intentó recomponerse, enderezando los hombros. Pero Sara ya la había leído.

—Mariana vino a verte, ¿verdad?

El silencio de Gala fue suficiente confirmación. Sara suspiró, cruzando las piernas con elegancia, como quien observa un derrumbe anunciado.

—Mira, Gala. Yo no soy tu enemiga. Y no te voy a crucificar más de lo que la vida ya lo está haciendo. Pero te voy a decir algo, y te lo digo porque todavía te tengo cariño: si te perdono en algo, es porque entiendo que nadie es de hierro. Tú y Adrián son fuego y eso se reconocía a kilómetros.

Hizo una pausa, luego bajó la voz:
—Pero por el bien de todos, incluyéndote a ti, esto tiene que terminar. Rápido. Sin espectáculo. No porque no los entienda, sino porque si lo estiran más, se van a llevar a todos por delante. Y ahí sí no va a quedar nada.

Gala la miró, con los ojos húmedos, sin saber si agradecerle o maldecirla. Sara sonrió apenas, mordaz pero también compasiva.

—No confundas mi compasión con aprobación. Lo único que espero es que uses la cabeza antes de que todo arda.

Se levantó y salió, dejándola con esa sensación de que no había salida limpia. Solo fuego




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