El regreso a casa fue una coreografía ensayada al milímetro. Gala estacionó el coche frente al portón, respiró profundo y ensayó en el espejo retrovisor una sonrisa que no le pertenecía. Era el gesto aprendido después de años de matrimonio: el de la mujer que había tenido un día largo, pero que volvía a refugiarse en su hogar, en su esposo, en sus hijas.
Abrió la puerta, y el olor familiar a comida casera la recibió. Ernesto estaba en la cocina, revolviendo una salsa con la misma paciencia metódica que usaba para todo en la vida.
—¡Llegaste justo a tiempo! —dijo él, sin mirarla, con el tono cotidiano que siempre usaba.
Ese “cotidiano” se le clavó a Gala como un puñal. Todo seguía igual para él. Todo era normal. Mientras en su interior, las palabras de Mariana aún retumbaban: “Cuarenta y ocho horas. Uno: se queda. Dos: lo dices. Y si no, lo hago yo”.
Se quitó los tacones y caminó hacia él con un gesto natural. Lo abrazó por la espalda, hundiendo la frente en su hombro. Por un segundo sintió el alivio de ese contacto: sólido, confiable, el cuerpo del hombre que nunca había dejado de ser su compañero. Pero también sintió la asfixia de lo que ocultaba.
—Huele increíble —dijo, y supo que su voz sonaba convincente.
Él se giró, le dio un beso rápido en los labios y siguió con lo suyo. Como siempre. Como cada día.
La cena fue el escenario perfecto de la mentira. Las niñas hablaron de sus clases, Ernesto preguntó detalles, hizo bromas ligeras, y Gala asintió, sonrió, rió cuando correspondía. Todo bajo control. Era la reina del equilibrio, la mujer capaz de administrar juntas, contratos, cuentas y también silencios.
Pero cada palabra le sabía a ceniza. Cada vez que Ernesto le sostenía la mirada, ella se preguntaba: ¿Y si ya lo sabe? ¿Y si está esperando a que me traicione sola?
Las niñas se levantaron primero, llevándose sus platos. Gala aprovechó ese respiro para beber un sorbo largo de vino. Ernesto la observó, ladeando la cabeza.
—¿Estás bien? Te noto rara.
Ella sonrió con esa destreza que había perfeccionado.
—Cansada, nada más. Fue un día pesado en la oficina.
No era mentira. Solo no era toda la verdad.
Más tarde, en la recámara, mientras Ernesto se ponía el pijama, Gala se sentó frente al tocador. El espejo le devolvió la imagen de una mujer impecable: maquillaje intacto, peinado aún en orden, el vestido elegante. Nadie podría sospechar el terremoto que llevaba en el pecho.
Ernesto se acercó, le puso una mano en el hombro.
—Ven, acuéstate ya. Mañana madrugas.
Gala asintió. Se desvistió despacio, con la parsimonia de alguien que intenta no hacer ruido en su propia alma. Al deslizarse entre las sábanas junto a él, sintió la contradicción en su piel: ese era su esposo, el hombre que conocía cada rincón de su cuerpo, y aun así, en ese momento, era como si durmiera al lado de una bomba.
Él le pasó un brazo por encima, mecánico, habitual, protector. Gala cerró los ojos y fingió quedarse dormida de inmediato.
Pero en su interior, el veneno invisible seguía corriendo: la expectativa del desenlace, el miedo a la exposición, y al mismo tiempo, el deseo febril que no desaparecía. Se preguntó cuánto tiempo podría sostener el cristal de esa sonrisa sin que se rompiera en mil pedazos.
Al día siguiente, todo volvió a empezar: desayunos, mochilas escolares, tráfico. Ernesto la besó en la mejilla al despedirse, y ella correspondió con naturalidad. Como si nada pasara. Como si no estuviera viviendo al filo de un ultimátum que podía destruirlo todo.
En el coche, sola, por fin dejó escapar un gemido breve, ahogado, mezcla de angustia y deseo. Mariana había puesto el tablero. Adrián debía mover la pieza. Y ella… ella solo podía esperar.
Esperar y sostener. Con el maquillaje intacto, con la sonrisa impecable, con el cristal a punto de quebrarse.