La noche había terminado con un peso insoportable en el aire. Adrián no había dormido. Dio vueltas en la cama, se levantó varias veces al baño, se asomó al balcón, volvió a acostarse sin lograr cerrar los ojos. Lo sabía: había llegado el momento de elegir. Y elegir, para un hombre como él, era sinónimo de renunciar.
Mariana estaba en la que era su recamara,cuando entró la encontró de espaldas, rígida, como si esa espalda se hubiera convertido en un muro de piedra. Adrián la observaba en la penumbra: la curva de sus hombros, el pelo derramado en la almohada, la respiración medida. Ese silencio era peor que cualquier grito. Lo había entendido la noche anterior: el silencio era un arma, una sentencia sin firma.
Al amanecer, bajó a la cocina. Se sirvió café en la taza de siempre, pero el sabor era metálico, ajeno. Sentía que hasta los objetos de la casa habían tomado partido. Y entonces, como quien se arranca una espina, habló:
—Está bien. Lo acepto. —Su voz era ronca, seca. No buscaba convencer, sino fijar un destino—. Cero contacto. Terminado.
Mariana apareció en el marco de la puerta. No había sorpresa en sus ojos, sino la serenidad de alguien que había esperado ese momento.
—¿Lo dices en serio? —preguntó, como si quisiera asegurarse de que esas palabras tenían peso real y no eran otra de las maniobras con las que él solía ganar tiempo.
—Lo digo en serio. —Adrián sostuvo la mirada—. No voy a arriesgarlo todo. Ni a ti, ni a las niñas.
Mariana cruzó los brazos. No celebró, no sonrió, no agradeció. Solo asintió despacio, con la gravedad de un juez que dicta sentencia.
—Entonces ya sabes lo que implica. Transparencia absoluta. —Su tono era quirúrgico—. Nada de mensajes escondidos, nada de llamadas que se borran. Y cuando digo nada, es nada.
Adrián tragó saliva. En su cabeza sonaban tambores de derrota. Ceder el contacto con Gala era como ceder un reino secreto, la parte más encendida de sí mismo. Pero sabía que, aunque su orgullo leonino bramara, la sensatez tenía que imponerse.
—Lo entiendo —dijo.
Mariana dio media vuelta. Esa vez no hubo abrazo, no hubo reconciliación, solo un pacto frío: la vida continuaría, pero bajo vigilancia.
La segunda parte de la decisión era más difícil. Adrián sabía que no podía dejar a Gala en el limbo del silencio. Había que darle una respuesta, aunque no fuera de su propia voz. Y ahí entraba Sara.
La citó en su oficina al mediodía. Ella llegó con el mismo andar seguro de siempre, una carpeta bajo el brazo, y esa sonrisa que podía ser tanto un arma como un bálsamo.
—Bueno, dime —soltó Sara al sentarse, sin rodeos—. ¿Qué desastre quieres que administre ahora?
Adrián la miró fijo.
—Necesito que le digas a Gala que se acabó. Que vamos a cumplir el contacto cero.
Por primera vez en mucho tiempo, Sara no sonrió. Lo observó con atención, como si evaluara cada músculo de su rostro.
—¿Y no tienes el valor de decírselo tú?
—No es eso —respondió Adrián, y en sus palabras había una mezcla de soberbia y dolor—. Es que si lo hago yo, ella no va a creerlo. Va a buscar rendijas, va a querer leerme entre líneas. Y yo… yo no puedo darle nada más. Necesito que lo entienda de una sola vez. Y contigo lo va a entender.
Sara se recostó en la silla, cruzó las piernas y dejó escapar un suspiro.
—Sabes que esto la va a destrozar.
—Lo sé —contestó Adrián—. Pero también sé que es la única forma de mantener seguro lo suyo, lo que aun queda intacto
Sara inclinó la cabeza. Lo conocía demasiado bien para no captar la grieta.
—Dices “mantenerla segura” como si siguieras siendo su guardián. No como un hombre que corta un lazo.
Adrián apretó los puños.
—Llámalo como quieras. Hazlo.
Sara lo observó unos segundos más, luego asintió.
—Está bien, yo hare la amputación.
Él cerró los ojos. Lo sabía.
Cuando Sara llegó al departamento de Gala esa tarde, la encontró en la sala, rodeada de papeles, la computadora encendida y una copa de vino blanco a medio terminar. Gala levantó la vista y, al ver a su amiga, sonrió con una mezcla de alivio y miedo.
—¿Vienes a traerme buenas noticias?
Sara dejó la bolsa de mano en la mesa y se sentó frente a ella.
—No. Vengo a traerte la verdad.
Gala sintió un escalofrío. No necesitaba escuchar más para entender. Pero aun así, sus labios temblaron.
—Dime.
Sara la sostuvo con la mirada, sin adornos, sin metáforas.
—Adrián lo decidió. Cero contacto. Se acabó.
Cuando Sara pronunció esas palabras —“Adrián lo decidió. Cero contacto. Se acabó”—, la sala entera pareció hundirse en un pozo de silencio. Gala se quedó quieta, sin parpadear. Sintió primero un golpe seco en el pecho, como si le hubieran vaciado el aire de un solo movimiento. Pero después, contra todo pronóstico, llegó otra sensación inesperada: alivio.
No el alivio gozoso de quien consigue lo que desea, sino el alivio pragmático de quien entiende que el juego había alcanzado su límite natural.
—Lo sabía —repitió, como si esa certeza ya hubiera estado flotando dentro de ella desde hacía semanas.
Sara la observó, midiendo cada gesto. Esperaba lágrimas, gritos, un vaso roto en la pared. Pero en su lugar encontró a una Gala que respiraba hondo, como quien se acomoda al peso de un abrigo demasiado caro, demasiado pesado, pero que de alguna manera también abriga.
—Es lo fácil —añadió Gala, sin mirarla—. Lo fácil y lo seguro.
Se levantó de la silla y comenzó a caminar por la sala, acariciando los respaldos de los muebles, las orillas de las mesas, como si todo ese entorno doméstico de pronto reclamara su atención. Miró las fotos enmarcadas de Ernesto con las niñas en la playa, los dibujos colgados en la pared con imanes torcidos. Allí estaba su vida, su familia, intacta.
—Esto también me protege a mí —dijo al fin—. Y a ellas. Y a él.
Sara arqueó una ceja.