El día después amaneció pesado, como si el aire en la recámara se hubiera vuelto denso, imposible de respirar. Adrián abrió los ojos sin saber cuánto había dormido. Una hora, quizá dos. O ninguna. Mariana seguía en su lado de la cama, inmóvil, de espaldas, el cuerpo rígido como si estuviera tallado en hielo. Ese silencio, ese muro, dolía más que cualquier grito.
Él la miró durante minutos enteros, con el pecho atravesado por una punzada: ¿cómo se podía seguir amando tanto a alguien a quien acababa de traicionar? Porque la amaba. La amaba con la misma certeza con que sabía que Gala le había prendido fuego por dentro. Era distinto. No menos real, no menos fuerte. Distinto.
Mariana se levantó sin decir una palabra, recogió la bata de la silla y desapareció hacia el baño. Adrián cerró los ojos. El rugido en su interior —ese que siempre lo había definido, ese que lo había llevado a construir, ganar, dominar— estaba ahora atrapado, como un león enjaulado que apenas podía respirar.
En la oficina, los minutos se arrastraban como cadenas. Tenía la agenda llena: juntas, presentaciones, decisiones. Hablaba, respondía, daba órdenes. Nadie lo notaba. Su equipo lo veía tan imponente como siempre, seguro, controlado. Pero por dentro, cada palabra era un eco vacío.
No pensaba en estrategias, no pensaba en balances. Pensaba en lo que había perdido.
Pensaba en Gala, en la electricidad de esos encuentros que ahora quedaban sepultados bajo la orden de “cero contacto”. Y pensaba en Mariana, en su mirada rota, en ese amor que él sí quería conservar, aunque supiera que jamás volvería a ser el mismo.
¿Cómo se podía sostener el amor a dos mujeres sin que ninguna se desvaneciera en la mentira? ¿Cómo había llegado a ese punto, él, que siempre había creído tener control sobre todo?
A media tarde, se encerró en su oficina y apagó la luz. Se recargó contra la ventana. Desde ahí veía la ciudad en movimiento: autos, gente, edificios. Todo seguía su curso, como si nada hubiera pasado. Pero en su interior el tiempo se había detenido.
Quiso llorar. No lo hizo. El orgullo leonino se lo impedía. Pero el nudo estaba ahí, en la garganta, clavado.
Recordó la primera vez que Mariana lo había mirado con esa mezcla de confianza absoluta y amor ciego. Recordó también la primera vez que Gala lo había desarmado con una sonrisa peligrosa, haciéndolo sentir invencible. Dos memorias que no podían coexistir, pero que para él eran igualmente ciertas.
Y entonces lo entendió con un dolor que no se parecía a nada: el precio de su deseo no era solo la posibilidad de perderlo todo, sino haber destrozado la única versión de sí mismo en la que siempre había creído. El hombre íntegro. El hombre que nunca fallaba.
Ahora ya no era eso. Ahora era un hombre dividido.
Cuando regresó a casa, Mariana estaba en la cocina. No había gritos, no había platos estrellados. Solo el sonido del cuchillo cortando verduras sobre la tabla. Ella levantó la vista un instante; en esos ojos había dolor, había decepción, pero no villanía. No era la enemiga. Era la mujer que estaba resistiendo como podía.
—¿Quieres cenar? —preguntó con una calma que lo desarmó.
Él asintió, apenas. Se sentó en la mesa, mirándola de lejos, sin atreverse a acercarse demasiado.
Lo que sentía era devastador: un amor feroz hacia esa mujer que lo había acompañado tantos años, que era la madre de sus hijos, que era su hogar. Y al mismo tiempo, la ausencia abrasadora de Gala, como una herida que ardía sin descanso.
El ego, el poder, el control… todo eso había quedado a un lado. Lo que quedaba ahora era el hombre desnudo, atrapado en sus emociones contradictorias, sin poder explicarle al mundo cómo podía estar roto por dos lugares distintos.
Esa noche, mientras Mariana se encerraba en su silencio, Adrián subió a la recámara y se miró en el espejo. No vio al hombre que siempre había proyectado, sino a alguien cansado, vulnerable, fracturado.
—¿Qué has hecho? —susurró al reflejo.
No había respuesta. Solo la certeza de que ya no podía escapar del peso de sus propias decisiones.
Y entonces lo entendió, con una claridad brutal: el silencio de Mariana no era solo un castigo, era también un espacio para que él decidiera qué tipo de hombre quería ser a partir de ahora.
La pregunta era si aún tenía la fuerza para elegir.