Habían pasado seis meses. Medio año de una vida perfectamente igual, perfectamente predecible, perfectamente aburrida. Gala lo sabía. Lo decía incluso en silencio, mientras se cepillaba los dientes en la mañana, mientras preparaba el café para Ernesto, mientras acomodaba los cuadernos de las niñas en la mesa de la cocina. Su vida era, en términos visibles, irreprochable.
Ernesto estaba ahí, con su bondad inmutable, con su compañía segura. Las niñas crecían hermosas, sanas, aplicadas. Nada faltaba. Y sin embargo, Gala sentía que todo lo que había ardido dentro de ella se había apagado con un cubetazo de agua helada. Un silencio impuesto, un pacto tácito del que nadie hablaba.
Esa tarde aceptó ver a Ileana. Hacía tiempo que no se sentaban a platicar solas. Eligieron un café pequeño, discreto, en una esquina tranquila.
Ileana llegó con su energía habitual, con esa frescura de quien no responde ante nadie más que ante sí misma. Se abrazaron, se sonrieron, pero Gala notó de inmediato la mirada inquisitiva de su amiga. Esa mirada que parecía hurgar más allá de la superficie, buscando las grietas.
—Te ves igual —dijo Ileana, mientras pedían un par de capuchinos—. Igual de guapa, igual de entera… igual de… contenida.
Gala sonrió con cortesía, bajando la mirada hacia su taza.
—Mi vida es perfecta —respondió, casi automática—. Perfecta y aburrida. Nada interesante.
El silencio que siguió pesó más que la confesión. Ileana ladeó la cabeza, como quien observa una obra de arte a contraluz.
—¿Y eso es suficiente para ti? —preguntó, suave pero firme.
Gala alzó la vista, sorprendida.
—Ileana… —comenzó, con esa risa nerviosa que funcionaba como escudo—. No todos necesitamos estar en un volcán en erupción para sentir que estamos vivos.
—¿No? —replicó Ileana, arqueando una ceja—. Yo creo que todos necesitamos fuego. Solo que nos enseñan a apagarlo rápido, porque nos dicen que quema, que destruye. Pero ¿y si también crea?
La frase quedó suspendida entre ambas, como un eco incómodo. Gala bebió un sorbo de café para evitar responder de inmediato.
—Yo elegí lo correcto —dijo finalmente, midiendo cada palabra—. Mis hijas, Ernesto… no podía arriesgar eso.
—Claro —asintió Ileana, sin discutir—. Pero dime algo… ¿qué es “lo correcto”? ¿Lo que mantiene la fachada en pie? ¿O lo que te hace sentir viva de verdad?
Gala la miró con una mezcla de reproche y agradecimiento. Ileana no lo decía con juicio, sino con la sinceridad brutal que siempre la había caracterizado.
—¿Y qué pasa con la moral? —preguntó Gala, como tanteando un terreno peligroso.
Ileana se inclinó hacia ella, apoyando los codos en la mesa.
—La moral es una construcción, Gala. Nos dicen qué está bien y qué está mal para que todo sea gobernable, para que no nos salgamos del molde. Pero dime, ¿quién decidió que el deseo es malo? ¿Quién dijo que la pasión tiene fecha de caducidad?
Los ojos de Gala se perdieron un instante en el vapor que ascendía de la taza. Estaba ahí y no estaba. Presente y ausente. Como si hubiera aprendido a dividirse: la mujer que seguía el guion impecable de esposa y madre, y la otra, la que alguna vez se permitió ser fuego y que ahora estaba encerrada detrás de una puerta invisible.
—Ileana… —susurró, con una calma fingida—. No quiero volver a hablar de eso. Mi vida está bien así.
—Perfecta, aburrida, nada interesante —repitió Ileana, con ironía ligera, pero sin crueldad.
Gala sonrió, resignada.
—Exacto.
El silencio volvió a instalarse. Pero esta vez no fue pesado. Fue revelador. Ileana comprendió que Gala estaba atrapada en una conformidad que parecía blindada. Y Gala entendió que su amiga la veía más de lo que ella misma quería admitir.
Pagaron la cuenta, se despidieron con un abrazo largo. Al caminar de regreso a su auto, Gala se dio cuenta de que Ileana le había dejado una semilla incómoda. No había reproche, no había acusación. Solo la idea de que quizás, algún día, volvería a necesitar fuego.
Y aunque ahora todo era calma, esa calma olía peligrosamente a cenizas.