El filo dorado de tus sueños

Las consecuencias de sus decisiones

Seis meses después, la casa de Adrián y Mariana seguía en pie. Impecable, ordenada, con las mismas rutinas de siempre. El desayuno a las ocho, los chicos en la prepa, los correos revisados al amanecer. Todo parecía igual, como si la tormenta nunca hubiera ocurrido. Pero había una diferencia invisible: el aire estaba cargado, denso, como si cada rincón guardara un secreto que nadie nombraba.

Adrián había aceptado el pacto. Cero contacto. Había borrado números, eliminado aplicaciones, establecido barreras tan estrictas que hasta él se sorprendía de su disciplina. Pero esa obediencia tenía un costo. Cada día sentía que estaba menos en control de sí mismo, como un león encerrado en un zoológico dorado. Desde afuera, impecable. Desde adentro, una jaula.

Mariana lo sabía. Lo veía. Y había decidido que su silencio era un arma más eficaz que cualquier grito o reproche. No hacía escenas, no reclamaba. Solo miraba. Observaba cada gesto, cada sonrisa, cada ausencia. Adrián lo resentía en silencio: la vida compartida se había convertido en un tablero donde cada movimiento debía ser medido.

En las cenas familiares, Mariana hablaba con cortesía, pero con la precisión de alguien que calibra el filo de un cuchillo. No era frialdad absoluta: era cálculo. Le daba a Adrián lo suficiente para que no pudiera acusarla de indiferencia, pero nunca más el calor pleno que había tenido antes.

El primer domingo de cada mes, Sara iba a comer con ellos. Era tradición. Y en esos almuerzos, el silencio encontraba un contrapeso: la mordacidad de Sara, que sabía demasiado y callaba poco.

Aquel domingo en particular, Sara se recargó contra el respaldo de la silla, copa de vino en mano, y soltó sin anestesia:

—Bueno… supongo que aquí seguimos todos jugando al matrimonio ejemplar.

Mariana sonrió apenas, sin levantar la vista de su plato.

—Es lo que hay.

Adrián la miró con un rictus contenido, molesto por la insolencia de su prima.

—¿Y qué esperas que digamos? —replicó con un tono más seco de lo que pretendía.

Sara lo miró con esa mezcla de cariño y desafío.

—No espero que digas nada, primo. Pero dime tú: ¿qué se siente estar en penitencia perpetua?

El silencio cayó sobre la mesa. Los muchachos , ajenos, reían en la sala con una película. Adrián dejó el tenedor a un lado, respirando hondo.

—Se siente… como se tiene que sentir —dijo al fin—. Como cargar con mis decisiones.

Mariana lo observó en silencio. Ni un gesto de aprobación ni de rechazo. Solo esa mirada que nunca concedía absoluciones fáciles.

Sara tomó un sorbo de vino y arqueó una ceja.

—¿Y eso te basta? —preguntó, directa—. ¿Jugar a ser el hombre perfecto otra vez, sabiendo que ya no lo eres?

Adrián apretó la mandíbula. Hubiera querido contestar con furia, pero se contuvo.

—Me basta porque es lo correcto —respondió con un hilo de voz que mezclaba orgullo y derrota—. Porque es lo único que queda.

Mariana dejó los cubiertos y por primera vez en semanas habló con un dejo de ironía.

—No lo digas como si me estuvieras haciendo un favor, Adrián. Te quedaste aquí porque perderlo todo era demasiado caro.

Sara entrecerró los ojos, sintiendo que había cruzado una línea peligrosa. Pero no se retractó.

—¿Y tú, Mariana? —preguntó suavemente—. ¿Eso te alcanza? ¿Tenerlo aquí, disciplinado, obediente… pero con el fuego muerto?

Mariana sonrió, amarga y elegante.

—No está muerto. Solo está bajo control. Y eso, Sara, también es poder.

La tensión en la mesa se volvió insoportable. Adrián la escuchó y entendió que había algo de verdad cruel en esas palabras. El fuego no estaba muerto. Lo sentía arder en las noches en que Mariana le daba la espalda en la cama, en los días en que recordaba a Gala sin permitir que su nombre atravesara sus labios. No estaba muerto. Estaba enjaulado.

Cuando Sara se fue, el silencio volvió a reinar. Adrián subió a su despacho, cerró la puerta y se dejó caer en el sillón. El peso de esos seis meses lo aplastaba. Su reputación estaba intacta, su familia seguía unida, pero él sentía que su sombra crecía, que había un vacío imposible de llenar.

Mariana entró después de unos minutos. Se quedó en el marco de la puerta, observándolo.

—No creas que te vigilo —dijo, con una calma devastadora—. Solo estoy esperando a ver quién gana: tu lealtad o tu deseo.

Y se marchó, dejándolo solo con esa frase.

Esa noche, mientras intentaba dormir a su lado, Adrián comprendió que no había paz verdadera en esa casa. Había un equilibrio frágil, sostenido por la voluntad férrea de Mariana y la disciplina forzada de él. Un eco del silencio que podía romperse en cualquier momento.




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