La vida de Gala había vuelto a su cauce perfecto. O al menos eso parecía desde afuera.
Seis meses mas habían bastado para restaurar la apariencia de normalidad: desayunos con Ernesto y las niñas, comidas de domingo en familia, reuniones de trabajo donde ella brillaba con su precisión quirúrgica y sus logros impecables. Nadie habría sospechado que debajo de esa superficie había existido un incendio. Nadie habría dicho que su mundo había estado a punto de fracturarse.
La rutina con Ernesto se había solidificado de nuevo. Él, atento y confiable, con ese temple sereno que siempre había admirado de su esposo. Buen padre, buen hombre, buen amante incluso: su vida sexual había recuperado el ritmo sólido y constante de antes. Gala sabía que tenía todo lo que se suponía que debía desear. Y, sin embargo, cada noche que se acostaba en esa cama, con la familiaridad tibia del cuerpo de Ernesto al lado, sentía un hueco en el pecho, un vacío que no podía llenar ni con caricias ni con certezas.
Ese vacío no era falta de amor. Amaba a Ernesto. Lo veía en los ojos de sus hijas, en los detalles que él tenía con ella, en la calma que emanaba de su presencia. Amaba su vida. Amaba su hogar. Y aun así… algo ardía en silencio dentro de ella. Algo que no tenía que ver con ternura ni estabilidad, sino con fuego y vértigo.
Se lo debía a Adrián, aunque no lo nombrara más. El recuerdo de lo que fueron, de lo que encendieron, seguía ahí, latiendo como una cicatriz que no duele pero que nunca desaparece. Lo que él decidió —esa separación absoluta, ese silencio impuesto por la exigencia de Mariana— era lo lógico, lo seguro, lo sensato. Y sí, lo aceptaba: gracias a esa decisión su familia seguía intacta. Gracias a eso, Ernesto nunca había tenido que mirarla con los ojos rotos de la traición.
Aun así, había noches en las que esa sensatez pesaba como una cadena.
Gala aprendió a vivir con una sonrisa elegante, con la máscara perfecta de mujer realizada. Pero cuando se quedaba sola, el eco de su propia voz interna le recordaba que había cedido algo irrenunciable: la ambición de sentirse ilimitada, la voracidad de quererlo todo, el derecho a desear más.
Esa tarde, después de acostar a las niñas y despedir a Ernesto que se encerró a leer en el estudio, Gala se sirvió una copa de vino. Caminó hasta su escritorio, encendió la lámpara y se dejó caer en la silla. El silencio de la casa era apacible, casi un bálsamo. Pero dentro de ella, todo era ruido.
Pensó en Adrián, en lo que fue y en lo que nunca volvería a ser. Pensó en Ernesto, en lo mucho que lo amaba y en lo imposible que sería dejarlo. Y se encontró en ese punto exacto donde la renuncia se parece a la lealtad, pero también a la resignación.
“Esto es lo fácil”, pensó. “Lo seguro. Lo que protege a todos. Lo que me deja intacta a mí, lo que deja intacto a Ernesto. Adrián perdió, yo no. Yo salí con todo. ¿Entonces por qué me pesa tanto?”.
No había respuesta. Solo la certeza de que el amor no siempre era suficiente cuando lo que faltaba era la ambición. No la económica, no la social: la ambición de siempre querer mas , la del cuerpo, la de querer sentirse más viva de lo que la rutina permitía.
Bebió un trago largo, y con la copa todavía en la mano, abrió un cuaderno. No lo pensó demasiado. Dejó que las palabras se deslizaran, como si al escribir pudiera vaciar esa electricidad que seguía corriéndole por las venas, ese veneno lento que nunca se fue.
Y escribió:
Besar tus ambiciones
Beso la orilla de tus sueños,
como quien roza un altar invisible,
sin miedo a la altura,
sin medir la distancia.
Son tuyos,
pero al tocarlos con mi boca
también me arden en la piel.
No los juzgo,
los sostengo con la delicadeza
con la que se toma un vaso lleno
en medio de un terremoto.
Porque si tus alas se cansan,
quiero que recuerdes
que hubo labios que celebraron
cada pluma que intentó volar.
Y si llegas,
si un día tus manos
alcanzan ese cielo que imaginas,
sabrás que mis besos
fueron las huellas
de quien creyó en ti
incluso antes que tú.
Cuando terminó de escribir, cerró los ojos y apoyó la frente en sus manos. La copa de vino descansaba a medio vaciar, el cuaderno abierto brillaba bajo la luz cálida de la lámpara.
No lloró. No se quebró. Solo suspiró, larga y hondo, como quien acepta una condena y al mismo tiempo un privilegio.
Su vida era perfecta. Perfectamente igual. Perfectamente aburrida.
Y mientras se dejaba arrullar por el silencio de la casa, Gala comprendió que la verdadera renuncia no había sido a Adrián. Había sido a sí misma.