El filo dorado de tus sueños

El chocolate oscuro

El salón del hotel estaba iluminado con luces doradas que caían como un resplandor cálido sobre las mesas redondas. Era una reunión de mujeres empresarias, un espacio para estrechar lazos, compartir proyectos y exhibir los triunfos que cada una acumulaba en distintos terrenos. Todo olía a poder, a perfume caro, a éxito encapsulado en presentaciones breves y discursos de agradecimiento.

Gala había llegado impecable: vestido sobrio, tacones altos, ese brillo en los ojos que siempre parecía decir “yo ya gané antes de empezar”. Caminaba entre las mesas con la gracia automática de quien domina un escenario sin proponérselo. Saludaba, sonreía, escuchaba, respondía. Era la imagen viva de la plenitud.

No esperaba verla.

Mariana estaba allí también, con un grupo reducido de colegas, vestida de manera elegante pero menos llamativa. Siempre había sido así: la discreción como un escudo, la sobriedad como su carta de presentación. Gala se detuvo al verla, y por un instante, las dos se midieron en silencio, como si el aire se hubiera suspendido.

—Mariana… —dijo Gala, con esa voz cálida que parecía no guardar rastros de pasado.
—Gala —respondió Mariana, con una sonrisa mínima, casi imperceptible.

El protocolo las obligó a saludarse. Se abrazaron levemente, como si fueran viejas conocidas que habían coincidido en demasiados salones como para fingir distancia. Después de un rato de conversaciones superficiales en grupo, la dinámica del evento permitió que terminaran juntas en una mesa lateral, con copas de vino en la mano.

Fue Mariana quien habló primero:

—Sabes, pensé que me costaría más verte. —Lo dijo sin veneno, sin reclamo, con una serenidad que a Gala le sorprendió.
—¿Y? —respondió Gala, inclinando apenas la cabeza.
—Me doy cuenta de que no. Supongo que al final una aprende a convivir con los fantasmas.

Gala sonrió, con un dejo de ironía que no buscaba herir.
—No soy un fantasma, Mariana. Estoy demasiado viva para eso.

Mariana la miró entonces con más detenimiento. No había rastro de arrepentimiento en Gala, ni un dejo de vergüenza. Al contrario: su mirada era clara, brillante, segura. Y ese descubrimiento fue casi más punzante que cualquier confesión.

—No te arrepientes —dijo Mariana, sin preguntar.
Gala giró la copa, observando el vino deslizarse por el cristal.
—No. Y sé que debería, me arriepiento de que salieras lastimada, Pero no.

El silencio que siguió fue pesado, pero no hostil. Era un silencio que reconocía la verdad compartida, esa que ninguna había elegido pero que ambas entendían demasiado bien.

—Lo amas —continuó Mariana, con voz firme.
—Sí —respondió Gala sin titubear—. Amo a Ernesto. Es mi vida, mi familia, mi refugio. Lo amo como se ama el chocolate con leche: dulce, constante, necesario. Pero… —hizo una pausa, y la sonrisa que apareció en su rostro fue como un destello peligroso—, la vida siempre es mejor cuando de vez en cuando pruebas el chocolate oscuro. El que no esperabas. El que te arde en la lengua.

Mariana sostuvo su mirada. No había reproche, pero sí un reconocimiento amargo: Gala lo diría así porque era verdad, porque lo sentía, porque lo viviría otra vez si tuviera la oportunidad.

—¿Y lo harías otra vez? —preguntó Mariana con voz baja, sin apartar los ojos.
—Sí. —La respuesta fue simple, seca, brutal en su honestidad.

Mariana bebió un sorbo de vino, como si necesitara llenar el vacío que esa palabra había dejado. Y en ese gesto, Gala supo que había algo más: Mariana no buscaba confirmación para vengarse ni para exponerla. Lo hacía para medir su propia fuerza, para entender en qué punto exacto estaba parada.

—Eres honesta, al menos —dijo Mariana finalmente.
—No sé si eso me absuelve o me condena —contestó Gala, con una risa tenue.
—Probablemente las dos cosas.

La conversación se disolvió después, volviendo al tono ligero que el evento exigía. Comentaron sobre proyectos, sobre las ponencias, sobre mujeres que ambas conocían. Para cualquiera que mirara desde afuera, eran dos colegas más, compartiendo la velada con naturalidad.

Pero dentro de ese pequeño espacio privado, ambas sabían que algo más había quedado dicho: Gala no se arrepentía. Gala no se escondía. Gala seguiría amando a Ernesto y, si la vida le ponía enfrente de nuevo ese chocolate oscuro, no dudaría en probarlo.

Mariana, mientras la escuchaba reír, entendió que lo suyo no era una batalla que pudiera ganar desde la moral. No se trataba de prohibiciones ni de culpas. Se trataba de una mujer que había decidido vivir más allá del bien y del mal, con la soberbia elegante de quien asume las consecuencias.

Y en ese reconocimiento, hubo algo casi catártico: no había perdón, pero tampoco guerra abierta. Era la aceptación incómoda de que a veces la vida no se define por lo correcto, sino por lo inevitable.

La noche avanzó, las copas se vaciaron, y cuando se despidieron, lo hicieron con la misma calma con la que se habían encontrado. Nadie sospechó que detrás de ese abrazo ligero se había sellado una certeza: Gala no era culpable a sus propios ojos. Y Mariana, con todo su dolor, lo sabía.




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