El filo dorado de tus sueños

El sabor de lo cotidiano

La mañana comenzaba como tantas otras, con la luz dorada entrando por las cortinas de lino blanco y el aroma del café recién molido invadiendo la cocina. Gala había aprendido a encontrar belleza en esa rutina que, vista desde afuera, podía parecer predecible, incluso aburrida. Para ella era un escenario en el que cada movimiento tenía un significado: los pies descalzos sobre el mármol frío, la mano que giraba lentamente la cuchara en la taza, el sonido de sus hijas riendo en el cuarto contiguo.

Había algo poderoso en saber que dominaba ese mundo, que lo sostenía con la misma firmeza con la que sostenía una copa en un salón de gala. Ernesto, puntual como siempre, se había marchado temprano a su oficina, despidiéndose con un beso suave en la frente, un gesto repetido, seguro, que hablaba más de permanencia que de pasión. Y sin embargo, Gala no lo juzgaba: ese beso era parte de lo que había elegido, parte de la calma que también la sostenía.

Se miró en el reflejo de la ventana, con el sol iluminando apenas la mitad de su rostro. Tenía esa expresión de mujer que ya no se disculpa por existir. Ni por sus deseos. Ni por sus conquistas. La estabilidad con Ernesto, el hogar construido, la risa de sus hijas… todo eso era suyo, y lo disfrutaba como se disfruta de un paisaje sereno. Pero bajo esa serenidad había un río de lava corriendo, un calor que no se extinguía. Y lo sabía.

—Mamá, ¿puedo llevar este lazo azul? —preguntó su hija mayor desde la mesa, mientras batía su jugo de naranja con un entusiasmo que contrastaba con la delicadeza de la pregunta.

—Claro, mi amor, ese lazo te queda perfecto —respondió Gala, y le sonrió con ternura.

Era en esos momentos donde la paradoja se volvía más evidente: podía ser madre perfecta, esposa cumplida, mujer exitosa… y al mismo tiempo, guardar un secreto que no la destruía, sino que la completaba. No lo sentía como un error, sino como una afirmación de que era mucho más grande de lo que las construcciones sociales pretendían limitarla.

Mientras acompañaba a las niñas a la escuela, Gala sintió esa energía interna que la volvía imparable. Sus tacones resonaban en el pasillo del colegio como un recordatorio: estaba aquí, sí, en el terreno de la maternidad, pero también en el de la mujer que no pide permiso para brillar.

De regreso a casa, abrió su correo. Invitaciones a conferencias, propuestas de negocios, un flujo constante de poder. Esa mañana, particularmente, cerró un acuerdo importante con una firma extranjera. Firmó los documentos con la misma calma con la que, en otra vida, podría haber cerrado los ojos y rendirse al fuego de un beso prohibido. La adrenalina era la misma. Era la conquista lo que la excitaba, lo que la hacía sentir viva.

Se recostó en su sillón favorito y se permitió pensar, apenas unos segundos, en él. En Adrián. No en escenas concretas —esas las había archivado en la bóveda privada de su memoria— sino en la sensación. La electricidad. El sabor de la ambición en los labios. Esa química no se apagaba con el paso de los meses, al contrario: la certeza de que seguía existiendo era gasolina para su fuego interno.

Sonrió. No había culpa. Solo certeza.

La tarde transcurrió entre pendientes y llamadas. Cada vez que su teléfono vibraba, una pequeña chispa recorría su cuerpo, aunque casi siempre se trataba de mensajes de trabajo, de invitaciones a cenas de networking o de sus amigas preguntando por planes del fin de semana. La chispa no se apagaba, porque no dependía de un mensaje en particular: era la memoria de que el fuego existía. Y eso bastaba para mantenerla encendida.

Por la noche, cuando Ernesto llegó, Gala lo recibió con la calidez habitual. La cena estaba servida, las niñas ya habían hecho la tarea y todo parecía —era— perfecto. Se sentaron los cuatro en la mesa, y entre risas infantiles y anécdotas de oficina, Gala se permitió contemplar el cuadro. Era el retrato de una vida sólida, admirada por muchos, envidiada por otros. Una vida que nadie se atrevería a cuestionar.

—Hoy cerramos el contrato con la firma italiana —comentó ella con naturalidad, mientras servía un poco más de vino en su copa.

—Sabía que lo lograrías —respondió Ernesto, con esa fe tranquila que siempre había tenido en ella.

Él no la conocía toda. No conocía sus sombras. Pero la creía capaz de todo. Y, de alguna manera, lo era.

Esa noche, ya en su habitación, Gala se quitó la ropa lentamente, observándose en el espejo de cuerpo entero. Había algo casi ritual en ese gesto. Se vio poderosa, invencible, dueña de su cuerpo y de su deseo. Ernesto se acercó y la rodeó con sus brazos; su vida sexual, como siempre, fue satisfactoria, sólida, una base que no se tambaleaba. Ella lo disfrutó, lo vivió con plenitud, pero en su mente había un matiz distinto: entendía que no era una contradicción amar esa estabilidad y, al mismo tiempo, arder por otra llama.

Se recostó después, en silencio, con el pecho aún agitado. Y pensó:
Esto también es poder. El poder de sostenerlo todo, sin romper nada. El poder de vivir más allá de los límites de los demás.

Cerró los ojos y durmió con una sonrisa. Porque lo sabía: no había nada que disculpar. Su vida era perfecta. Perfectamente suya.




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